sábado, 26 de noviembre de 2016

Hasta nunca, comandante.



Una persona que tiene el carisma, el valor y la generosidad de entregar su vida a una revolución destinada a liberar a un pueblo de un régimen injusto, merece un lugar de honor en la historia. Es alguien grande.

Cuando ese alguien, tras la revolución, se agarra al poder como una garrapata, y no duda en encarcelar, torturar y asesinar a todos aquellos que pretendan ponerlo en duda, el valor se vuelve cobardía, la generosidad mezquindad y la grandeza miseria.

Yo, que amo la libertad, nunca he sido capaz de encontrar ninguna diferencia entre dictadores rojos o azules, de derechas o de izquierdas, de arriba o de abajo. Ni siquiera entre cualquiera de esos y los dictadores de en medio. Todos son dictadores. Todos son el antídoto de la libertad. Todos adoran el consenso, ese consenso que se consigue eliminando a los disidentes.

Yo, que amo la libertad, nunca he entendido por qué personas que se dicen demócratas sienten la necesidad de justificar a dictadores “de su color”. No me vale que fulanito promoviera una sanidad admirable, ni que menganito inaugurara unos pantanos cojonudos, ni que zutanito impulsara el deporte de competición como nunca se había hecho. ¿Acaso puede nada de eso justificar una sola muerte? ¿Acaso puede justificar miles de ellas? ¿Acaso puede justificar la conculcación de la libertad de millones de personas?

Hoy he oído hablar bastante de las famosas partidas de dominó entre Fraga y Castro. Un bonito paradigma de eso que algunos dicen de que los extremos se tocan. Fraga y Castro, tan distintos y, en el fondo, tan lo mismo: dos amantes de la opresión, enemigos de la libertad del prójimo.

Hasta nunca comandante.

martes, 8 de noviembre de 2016

El mundo al revés

Hoy es el día. Llevo muchos años preparándome para este momento.

No puede fallar nada.

He leído todo lo leíble, estudiado todo lo estudiable, me he formado con los mejores maestros, he recorrido el mundo para ver las creaciones más innovadoras y aprender de sus artífices, he trabajado de sol a sol, he tachado, he corregido, lo he tirado todo y he vuelto a empezar, una y otra vez…

He sacrificado muchas cosas, pero lo he logrado. Mis maestros me han felicitado por el resultado, me han dicho que están orgullosos de mí.

No puede fallar nada.

Hoy comparezco ante el vizconde para presentarle el puente que he diseñado para unir los dos lados de la ciudad. El puente que permitirá el paso de los carros de mercancías, de las caballerías del ejército, de los rebaños… El puente que sustituirá al viejo de madera, permitiendo que los barcos lleguen río arriba con sus cargamentos.

No puede fallar nada.

Me he puesto mi mejor traje. No es gran cosa, pero es el mejor que tengo. Al menos está limpio, no demasiado descolorido, y los pocos remiendos que tiene están bien disimulados. Entro en el palacio con decisión, con los planos bajo el brazo, y aprovecho para admirar el buen trabajo que hicieron sus constructores.

No puede fallar nada.

Un mayordomo me lleva hasta un lujoso salón y me deja plantado delante de una mesa larga tras la que se sienta, en el centro, el vizconde. Lo flanquean dos personas más. Los conozco. ¿Son los que van a juzgar mi proyecto?

Algo no va bien.

Les muestro los planos, les explico el diseño y les cuento cómo será el proceso de construcción. He previsto con detalle el origen de las materias primas, la necesidad de mano de obra, los plazos, los costes…, todo.

El vizconde hace como que escucha pero se lo ve aburrido, pensando en cualquier otro asunto más excitante, como una tarde de caza o una buena fiesta en la corte. Los otros me observan, hacen muecas, de vez en cuando se miran entre ellos, cuchichean algo y se ríen. Yo mantengo la calma y continúo con mi exposición, como si nada.

El de la derecha es un joven rubio de mofletes sonrosados que no deja de hurgarse la nariz. Hace pelotillas, pero solo se come la mitad. Las demás las lanza hacia mí con una sonrisa que pretende ser maliciosa pero que se queda en bobalicona.

El de la izquierda es moreno y muy velludo. Con una astilla afilada lo mismo se saca mugre de entre las uñas que se excava el sarro o se rasca las orejas.

El rubio me interrumpe con un carraspeo. Yo hago una pausa y le miro expectante.

­—La cosas esas que abultan en los costaos del dibujo no me gustan.

—Son las pilas —le explico—, son necesarias para reforzar la estructura.

Pos no me gustan…

El moreno también se anima a dar su opinión, sin dejar de masticar su astilla.

—Los agujeros son muy grandes. Hacen feo. Pa mí que habría que poner más agujeros pequeños, pa que no tenga cuesta.

—El puente está diseñado para que resista la corriente y permita pasar a los barcos que traen mercancías de la capital. Por eso tiene tres ojos…

—¡Ojos!, ja, ja, ¡ojos! Lo que tiene es tres culos —el rubio alardea de risa boba, recorriendo con la mirada las amplias alas de la sala, disfrutando de su público imaginario. Remata la gracia lanzándome un proyectil de moco.

Yo intento retomar mis explicaciones pero los tipos no dejan de interrumpir.

—A mí no me convence —dice con cara de asco el rubio.

—Hacerlo de piedra es una idiotez —sentencia el otro—. Hay que hacerlo de madera, como el de ahora.

—¡Eso, una idiotez! —se solidariza el de los mofletes.

El vizconde parece no estar ahí. Sigue pensando en su cacería, o en su fiesta, o en lo que sea, pero de repente despierta de su sopor y da por finalizada la presentación. El mayordomo arranca los planos de mis manos y se las entrega a su amo, me toma del brazo, me acompaña a una pequeña alcoba y me dice con tono abrupto que espere allí mientras el tribunal —¡el tribunal!— estudia mi propuesta.

Al cabo de un rato muy cortito se abre la puerta y entra un hombre con mis planos. Lo conozco. Es el arquitecto de palacio.

—No les ha gustado —me dice al entregarme los rollos—. Lo siento.

—¿Qué no les ha gustado? ¿Acaso el hombre rubio no es el hijo del porquero, del que incluso su padre reniega por borracho, vago y mujeriego? Y, ¿no es el moreno el que mató al escribano con un garrote porque decía que saber leer era algo demoníaco?

—Los mismos —me contesta con una sonrisa amarga.

—¿Y acaso no sois vos el arquitecto de palacio? ¿No deberías haber sido vos, y solo vos, el encargado de juzgar mi trabajo y de decidir si es bueno o no lo es?

—Mis obligaciones me mantienen alejado de estas cosas. Reuniones en la corte, fiestas, banquetes…

Lo miro con los ojos muy abiertos, sin saber qué decir.

—No me miréis así —me dice—. A mí tampoco me gusta esta vida, pero es lo que hay. Es lo que el vizconde desea. Ahora tiene a sus consejeros.

—¿Sus consejeros? ¿Esos dos? ¿Y por qué ha ido a elegir precisamente a esos dos, que no son capaces ni de escribir su nombre?

—Nadie lo sabe. Son sucios, groseros y profundamente ignorantes. Tarde o temprano llevarán a la ciudad a la ruina, pero ahí están, y no parece que nada ni nadie vaya a poner remedio a esta situación.

Estrujo los planos entre mis manos temblorosas por la rabia contenida y salgo cabizbajo.

—Por si os interesa saberlo, a mí sí me gusta vuestro puente —me grita el arquitecto mientras me alejo—. Es un diseño brillante.

Atravieso la ciudad a paso ligero, renegando entre dientes, hasta que llego al río. Cruzo hasta el centro del viejo puente y me apoyo en el pretil destartalado. Arranco un trozo de plano y lo lanzo al agua. Mientras se aleja flotando aguas abajo lanzo otro, y luego otro y otro más. Ya no hay planos, sino una flota de pedazos que navegan rumbo al mar.

Mis uñas se clavan en la madera putrefacta del puente viejo. Aprieto los dientes. Me aguanto las ganas...

jueves, 27 de octubre de 2016

Vidas vacías

El viejo sabio tenía la costumbre de dar largas caminatas por las afueras de su ciudad, huyendo del bullicio para perseguir el silencio y la quietud que requerían sus cavilaciones y filosofías.


Una mañana, mientras caminaba por una llanura árida, casi desértica, se topó con un hombre semidesnudo, inmóvil, que yacía sobre una gran roca plana.

—¿Qué haces? —le preguntó el viejo.

—Espero —contestó lacónico el hombre.

—¿Y a quién esperas? —insistió el sabio—, no parece que por aquí pase demasiada gente.

—Espero a la Muerte.

—¿Por qué quieres morir?

—Porque no tengo vida.

—¿Cómo que no tienes vida?, yo te veo muy bien. Tu aspecto es saludable.

—Tengo buena salud, sí, pero por dentro estoy vacío.

—¿Cómo es eso? —el sabio estaba intrigado.

—Yo tenía una vocación. Desde muy joven quise ser científico. Trabajé duro, muy duro, y  por el camino fui dejando de lado todo lo demás: familia, amigos, aficiones…

—¿Lo conseguiste?

—Lo conseguí. Llegué a ser un científico respetado y pude hacer algunas cosas buenas por la comunidad.

—Y, ¿eso no te llenó?

—Me llenó, sí, pero no duró mucho —el hombre cerró los ojos y una lágrima corrió por su mejilla—. Las cosas cambiaron en la ciudad. Los gobernantes se rodearon de consejeros ignorantes que me despreciaron y humillaron, igual que despreciaron y humillaron a muchos otros para ocultar su ignorancia y su falta de vergüenza.

—Y los gobernantes…, ¿no hicieron nada?

—Los gobernantes se acomodaron a la ignorancia y la displicencia, a la placidez de no saber. Y nos desterraron. Por eso estoy vacío. Ya no me queda nada. No me compensa vivir. Por eso estoy esperando a la Muerte.

El viejo se alejó lentamente, cabizbajo y pensativo. Caminó trabajosamente hasta alcanzar un altozano desde el que se dominaba buena parte de la ciudad. Entornó los ojos y se protegió con las manos del sol cegador. Desde allí podía contemplar las calles intrincadas, la plaza, el palacio, el templo…

Se quitó la túnica y se tumbó sobre una gran roca plana…, y se dispuso a esperar.

sábado, 13 de agosto de 2016

Las aventuras de Magdalena Sánchez Blesa

¿Que quién es Magdalena Sánchez Blesa? ¿No os suena de nada? Es probable que no.

Cuando tienes en tu entorno personas que de vez en cuando te recomiendan películas terminas viendo algunas que de otra manera no se hubieran cruzado en tu vida, a veces para bien, otras…, no tanto.

Ayer me tocó ver una de esas películas: Las aventuras de Moriana.

En la primera escena una mujer está siendo despedida por teléfono mientras espera a ser desahuciada. Al tiempo que ella despotrica con su marcado acento murciano sus hijos no dejan de dar la tabarra y un grupo de militantes antidesahucio se manifiesta bajo su ventana.

La cosa huele a comedieta loca, y a mí casi nunca me gustan las comedietas locas. Empezamos mal. Estoy a tiempo de apagar y entretenerme con cualquier otra cosa.

Pero sigo viéndola. La mujer, Magdalena, se echa la vida a la espalda, se tira a la calle y se embarca en una aventura surrealista en la que ocupa un restaurante abandonado y termina rodando una no menos surrealista película, protagonizada, Ahí es nada, por la gran Terele Pávez, en un intento desesperado de sobrevivir a su angustiosa situación.

No es por desmerecer al resto del elenco, pero a medida que la Magdalena personaje se va comiendo el mundo, la Magdalena actriz se zampa la pantalla entera.

Antes he hablado de surrealismo, pero el surrealismo total llega después de la peli. Intrigado por la estupenda actriz que acabo de descubrir me pongo a ver quién es, qué otras cosas ha hecho…, y resulta que Magdalena Sánchez Blesa, que en la película se interpreta a sí misma (junto con su familia, que también se autointerpreta), no son gente de cine, sino los dueños del restaurante de la peli, que existe de verdad, y han hecho la película para salvarlo de una malísima racha motivada por la crisis… ¡La película y la realidad se mezclan!

Seguramente Las aventuras de Moriana no optará a los Óscar ni a los Goya (en mi opinión Magdalena sería una muy digna candidata a actriz revelación), pero se deja ver muy a gusto, y más a gusto aún cuando uno sabe la grandísima aventura vital que se oculta entre bambalinas.


Enhorabuena, Magdalena y compañía. Os deseo lo mejor.

jueves, 11 de agosto de 2016

Señores de Vueling: estoy hastiado (pronúnciese hasta los cojones) del Happy de Pharrell Williams

Últimamente, por motivos de trabajo, me toca viajar bastante a Barcelona, normalmente los miércoles. Voy y vuelvo en el día, así que para aprovechar la jornada tomo el primer avión de la mañana, que despega a las 7:00, y vuelvo en el último de la tarde, el que presuntamente debería ser el de las 20:30.

Digo presuntamente porque las probabilidades de que salga a su hora son ninguna. Según mi experiencia el retraso mínimo es de 45 minutos, aunque la media suele estar en torno a una hora, y eso es muy molesto después del madrugón de la mañana y una larga jornada de trabajo. ¿No sería mejor que vendiesen los billetes para las 21:30 y así todos estaríamos contentos?

El retraso crónico es irritante, pero lo más enervante, y es lo que quiero comentar en estas líneas, es otra cosa: una peculiaridad de la ambientación de los aviones que, al menos a mí, me resulta absolutamente inexplicable.

Al inicio del embarque suena la canción “Happy” de Pharrell Williams y otras dos, cuyo título ni conozco ni quiero conocer. Cuando las tres canciones han terminado de sonar vuelven a repetirse, y así en bucle hasta que el avión surca los cielos. ¿Podéis adivinar qué es lo que sucede desde que empieza la maniobra de aterrizaje hasta el final del desembarque? Pues que suena la canción “Happy” de Pharrell Williams y las otras dos, y cuando han terminado de sonar vuelven a repetirse, y así en bucle.

Y esto pasa a la ida, y también a la vuelta, y al día siguiente, y al otro, y al otro...  Tengo la intrigante sospecha de que detrás de esto hay una explicación flipante y de que el asunto lo ha diseñado algún descerebrado gurú de la sociología.

Yo, como conejillo de indias de este cruel experimento, solo puedo decir que escuchar esas tres puñeteras canciones una y otra vez, un día tras otro, alcanza la calificación de tortura psicológica.

Señores de Vueling: les sugiero que cojan a su gurú musical y le den una buena patada en el culo. Los viajeros se lo agradeceremos.

¡Ah!, y si resulta que es una cuestión de ahorrase pago de derechos, prueben con el silencio, que siempre resultará más barato y, a buen seguro, mucho más agradable.


domingo, 31 de julio de 2016

Exposición de muertos loncheados en Bilbao

Cuando, hace unos cuantos años ya, oí hablar por primera vez de la plastinación me pareció un asunto extremadamente interesante desde el punto de vista científico y se me planteó, como a muchos, una cuestión sobre los aspectos éticos de la utilización de cadáveres u órganos humanos reales “plastificados” en exposiciones públicas.

Para quien no conozca la técnica, la plastinación consiste en la sustitución de los fluidos biológicos de un material biológico por resinas sintéticas y otros productos químicos que permiten su preservación. Esta técnica se puede aplicar a cuerpos completos, humanos o animales, a órganos, vísceras, etc.

La técnica, no cabe ninguna duda, supone una herramienta muy útil para la ciencia, al permitir la conservación y manipulación de materiales biológicos para estudios anatómicos, fisiológicos, médicos, etc.

La cuestión ética surge cuando la plastinación se destina a la exposición pública de cadáveres y órganos humanos, como sucede en la exposición “Human Bodies” que actualmente se puede visitar en Bilbao. ¿Es un destino digno para alguien que dona su cuerpo a la ciencia andar por ahí siendo expuesto a la curiosidad de cualquiera que pague una entrada para verlo todo reseco, desnudito, pelado y, en ocasiones, desmembrado o incluso loncheado?

La respuesta a esta pregunta no es en absoluto sencilla. Habrá gente con una concepción muy clara de la vida y de la muerte que no albergue dudas al respecto, tanto para responder que no, algunos, como que sí, otros. Yo, qué queréis que os diga, no lo veo ni blanco ni negro, por lo que responder me resulta complejo.

Así que para responderme a mí mismo me fui a la exposición, pagué mi entrada, cogí mi audioguía y me sumergí en el mundo de los muertos plastificados y loncheados. Nada mejor que ver y sentir para poder opinar.

La exposición está distribuida en varias salas, con vitrinas numeradas lo que, con la ayuda de la audioguía, permite una visita ordenada que, empezando por un embrión de cuatro semanas, va recorriendo la anatomía y fisiología humana desde un punto de vista eminentemente didáctico y divulgativo.

Si consideramos que la dignidad de una exposición depende de quien expone, de lo que se expone, y de quien visita la exposición, a mí me pareció una exposición muy digna. Había visitantes de casi todas las edades (no había niños, cuyo acceso ignoro si está permitido, aunque creo que podría estarlo sin mayor problema) y de diversas procedencias geográficas, a juzgar por los acentos e idiomas, recorriendo las vitrinas en un respetuoso silencio y con un patente interés en lo que veían y escuchaban.

Es cierto que todo el material que se exponía (o tal vez casi todo) podría ser fabricado en materiales sintéticos, con las actuales tecnologías, reproduciendo los cuerpos y órganos probablemente incluso con una fidelidad mayor a sus homólogos vivientes, ya que los materiales plastinados, por muy bien que se preparen, pierden “frescura”. Probablemente podría hacerse, pero no sería lo mismo. Perdería su fuerza y el impacto emocional sobre el visitante.

Me vuelvo a plantear la pregunta: ¿Es un destino digno para alguien que dona su cuerpo a la ciencia andar por ahí siendo expuesto a la curiosidad de cualquiera que pague una entrada para verlo ahí, todo reseco, desnudito, pelado y, en ocasiones, desmembrado o incluso loncheado? Ahora ya tengo una respuesta. Si se hace como se tiene que hacer, como es el caso, rotundamente sí.

Me gustó mucho la exposición, aunque ya que estamos, me gustaría dejar un par de comentarios sobre un par de aspectos que se podrían mejorar:

La entrada no invita en absoluto a visitar en la exposición. Es oscura y la fachada está decorada con unos carteles poco sugerentes. Por otro lado, a pesar de que las audioguías ofrecen un buen menú de idiomas, los carteles de la exposición están escritos únicamente en español y euskera. Teniendo en cuenta que Bilbao se está volviendo una ciudad bastante turística y que los textos son bastante breves, no hubiera estado de más ponerlos al menos en inglés y francés. Por último, eché en falta algo que esperaba encontrar como imprescindible en una exposición de cuerpos plastinados: una explicación de la propia técnica.


Por lo demás, una exposición magnífica. Recomendable.

sábado, 9 de julio de 2016

El jardín de la memoria, de Lea Vélez

Un marido que se muere, las cartas desde el hospital de su hermano niño que murió hace más de cincuenta años, un heroico fotógrafo republicano español, prisionero en Mauthausen y testigo clave en el juicio de Núremberg.

¿Esto qué es? ¿Una novela? ¿Un collage de relatos biográficos medio inconexos? ¿No tan inconexos, tal vez?

Llegué a Lea Vélez a través de feisbuc, no recuerdo cuándo ni por qué. De entrada reparé en los siempre sorprendentes diálogos con sus hijos, entre lo científico, lo filosófico y lo surrealista. Al principio me resultó algo…, no sé cómo definirlo. Digamos chocante; pero luego me he ido enganchando un poquito.

Todo lo que se cuenta en el libro es real. La autora desnuda su alma relatando algo tan íntimo como los últimos días de la vida de su marido, y lo hace de cara y sin tapujos. En el párrafo anterior he utilizado el término chocante, y lo vuelvo a recuperar aquí. Chocante. Si hubiera leído el libro hace un año me habría resultado bastante chocante cómo relata Lea su experiencia. Primero porque el hecho en sí mismo de hablar de la muerte, no de la muerte de un personaje de novela, sino de la muerte de alguien real, de alguien cercano, es algo como muy tabú. Segundo, porque la naturalidad con la que cuenta las cosas, desde la acción más cotidiana hasta el sentimiento más profundo resulta, cuando menos, sorprendente por inusual.

Pero sucede que no leí este libro hace un año, sino que lo he hecho a lo largo de la última semana, y para entonces la muerte había cambiado ya mi concepción de la vida.

Hace 137 días murió mi hermano. Una enfermedad devastadora se lo llevó en un puñado de meses y desde entonces la muerte se ha colado en un bolsillo de mi chaqueta. Cuando la miro a los ojos ella me hace un guiño, aunque la mayor parte del tiempo procuro olvidarme de que está ahí y me limito a tenerla vigilada, de vez en cuando, por el rabillo del ojo. Al fin y al cabo tampoco es para tanto. Morirse, digo, como tampoco es para tanto vivir.

Un día no conseguirá levantarse del sofá, otro día ya no logrará levantarse de la cama, irá estando más y más cansado y al fin… un día no tendrá fuerzas para abrir los ojos.
Esta es una frase del libro. ¡Cuántas cosas en común! La muerte inexorable, temida y esperada, ese apagarse poco a poco, ese shock de enfrentarse a la idea de una cama articulada, que en mi caso fue silla de ruedas, esa preocupación mundana, pero necesaria, por el impertinente papeleo que siempre sucede a la muerte. Y esos sentimientos y pensamientos de los que nunca hablamos pero que Lea escribe sacudiéndose el pudor. Una lección de vida; una lección de muerte.

Cuando leo una novela, me traslado a otros mundos, a otras épocas, a otras vidas… Con cada página de El jardín de la memoria, sin embargo, me he sentido en casa, haciendo un viaje interior a lo más recóndito de mis entrañas, guiado por una cicerone de lujo, con el doloroso placer de compartir intimidades tan profundas con alguien a quien ni siquiera conozco en carne mortal.

No soy bueno escribiendo reseñas, y esta me ha quedado especialmente fatal, deslavazada y anárquica, y ni siquiera he hablado de la novela. A quien le interese, que lea otras críticas, que hay muchas y muy buenas por ahí. La recomiendo vivamente a todo el mundo, pero yo me quedo con el sentimiento que, en mi caso, ha eclipsado lo literario, que también lo hay, y muy bueno, por cierto.

Empecé a leer este libro con grandes expectativas. Pensaba que sería como montar en un avión a reacción y me he visto a bordo del Enterprise surcando galaxias y atravesado agujeros de gusano.

Gracias, Lea.

Sinopsis:

Fue un otoño extraordinario. El otoño en el que tú me enseñaste a vivir y yo te enseñé a morir. Durante la última aventura, filosofamos, investigamos, leímos las viejas cartas de tu hermano Stephen. Las cartas que relatan una época y un pasado familiar. Gracias a una antigua foto en un sobre con matasellos de Sheffield, encontré respuesta a la dudosa paternidad de Gill. Me encanta hacer de detective. Las cosas de Stephen siguen en la buhardilla, metidas en sus cajas de bombones y a veces las saco y releo una poesía del cuaderno infantil. Allí, en la Inglaterra de 1957, estaban las respuestas y mientras yo escribía este Jardín transcribiendo cartas amarillas por el tiempo, tú lograste perdonar. Pienso en la sonrisa del otro protagonista de este relato: Francesc Boix. Te fascinó la vida del republicano español, testigo de Nuremberg, fotógrafo de guerra. Yo te contaba sus hazañas, que están en esta novela y que no sé si es novela porque todo lo que se cuenta en ella sucedió de verdad.

Ese verano volvimos a Malmesbury. Tenías razón. No existe un lugar con más encanto en Inglaterra. Los niños se disfrazaron de caballeros y cruzaron aceros de plástico en los jardines de la abadía. Hicimos un pic-nic. Entre saltos, tumbas de piedra, juegos y merienda, esparcimos tus cenizas bajo un roble centenario. Entro de nuevo en este otro jardín, El jardín de la memoria, ojeo sus páginas, riego con cuidado el primer beso que nos dimos y ese último que a veces es como el primero de un nuevo cariño real, invisible. Ahora estás hecho de un aire que empuja con constancia mi columpio. Subo y bajo, y veo más allá de los campos y de los tejados, entendiendo cómo hay que vivir. Tres años después de aquel otoño extraordinario, me siento plena, sabiendo que ganamos y que había que contarlo. Para demostrar lo que digo, aquí está nuestra historia.

Lea Vélez:

Nació en Madrid en 1970 al cobijo de una familia fanática de la literatura. Tras estudiar Periodismo en la Complutense, se dio cuenta de que además de observar, analizar y escribir, le apasionaba el cine. Por eso decidió convertirse en guionista de ficción. Su tercera pasión es y ha sido siempre la música. Hoy, las teclas de su ordenador cargan ya con más de seiscientas horas de ficción televisiva. En 2004 se editó su primera novela, El desván (Plaza y Janés), escrita en colaboración con Susana Prieto, de la que se publicaron seis ediciones. En 2006 repitió la experiencia de escribir a cuatro manos con su segunda novela, La esfera de Ababol (Planeta). En 2008 escribió, también con Susana Prieto, la obra teatral Tiza, divertida sátira sobre la educación, que fue galardonada con el premio de Teatro Agustín González. En mayo de 2014 publica, ya en solitario, La cirujana de Palma (Ediciones B). Lea Vélez tiene fuertes lazos con Inglaterra y pasa largas temporadas en la ciudad de Brighton, donde encuentra inspiración junto al mar y buenos amigos con los que tocar música en directo. El jardín de la memoria es un emocionante testimonio de amor, por puro amor. Un canto a la vida y a la libertad.


Fuente: www.galaxiagutenberg.com

sábado, 2 de julio de 2016

El retrato de Irene, de Alena Collar


Ya he escrito antes en mi blog sobre Alena Collar. Reseñé un libro de relatos cortos: Estampaciones, y su primera novela: El chico de la chaqueta roja.


Y como dicen que no hay dos sin tres, aquí llega la tercera reseña. Le toca el turno a la segunda novela de Alena:


El retrato de Irene


¿Por qué leo a Alena Collar? Algo adelantaba yo en mi entrada sobre estampaciones:

No conozco a Alena Collar en persona. Me crucé con ella por casualidad en el feis y reconozco que me quedé un tanto enganchado a su carácter, a su sinceridad descarnada y brusca (lo que sería sinceridad a secas si la sinceridad sinceridad no fuese un bien tan escaso en nuestros tiempos)”.

Las cosas han cambiado entre nosotros, y lo dicho entonces ha dejado de ser cierto. Alena sigue siendo directa, roja, y continúa haciendo gala de esa sinceridad descarnada que algunos tildan de bordelería. Eso sigue igual, y que no cambie. Lo que ya no es lo mismo es lo primero, porque ahora sí nos conocemos en carne mortal. Suerte la mía y chínchese la concurrencia.

Pero vamos con la novela, que siempre me enrollo y no arranco.

Una edición cuidada y agradable, con una portada limpia y sobria, casi minimalista, sin más ilustración que un marco sin retrato. Y es que aún es pronto para que el retrato de Irene se nos revele. Hay que leer.

Primera página. ¡Ay madre! Frases muy cortas en párrafos muy cortos. Me incomoda. Por lo que sé de la novela, va a tener mucho de retazos y mucho de puzle, y si esto sigue así me quedan trescientas páginas de incomodidad.

Narra la historia un tal Álvaro, que comparte con Alena —no parece casual—, además de las dos primeras letras del nombre, año de nacimiento, formación y oficio. Yo me atrevería a decir que comparten mucho más.

Segunda página. Tranquilos, queridos lectores, que no voy a ir página a página. Me centro. La alternancia de voces y épocas a menudo es un malabarismo difícil de llevar con gallardía en una novela. La cosa no es fácil, y a veces hay que ayudar al lector mediante el uso de diferentes tipos de letra, cursivas, líneas de separación, títulos y títulos de capítulos y capítulos porque, sin algo de eso, el lector no se aclara.

Pues, como decía, acometo la segunda página con precaución, y compruebo que Alena no usa ninguno de esos artificios. El relato y yo saltamos de Madrid a Santiago de Chile, del hoy al ayer —un ayer que no transcurre necesariamente en orden cronológico—, de la voz de Álvaro, centrada y decidida aunque algo confundida, a la de Irene, sesgada, entrecortada y ocultadora. El relato y yo saltamos de aquí —o de acá, según desde dónde se mire— para allá pero yo ya no estoy incómodo. Me gusta, porque Alena demuestra que es la malabarista que requiere este tipo de historias, y me conduce diestramente a su través.

Los párrafos se alargan en un estilo que cautiva y una historia que te enreda para construir una novela ciertamente espléndida en la que las piezas del puzle se van encajando, en dosis bien medidas para mantener la intriga, hasta el desenlace final que transcurre, mire usted que bien, en mi Bilbao.

Últimamente, por desgracia, tengo muy poco tiempo para leer, pero ya he leído media novela y no puedo dejarlo. Tengo un viaje a Barcelona. A veces utilizo el avión para adelantar algo de trabajo, a veces veo una película, a veces leo. Esta vez lo tengo claro. Toca leer. Me fulmino lo que me queda de novela y el viaje se me pasa en un suspiro.

Enhorabuena, Alena, y gracias por esta gran obra. Un nuevo y estupendo libro en mi estantería y una mujer extraordinaria y nueva amiga en mi corazón.

Sinopsis:


El retrato de Irene es una historia coral, un tapiz a construir, una memoria de otros y de la propia Irene.


Cuando Álvaro, su nieto, a la muerte de esta, regresa a la casa familiar para venderla, desconoce que va a emprender un viaje; un viaje a través de los años y los recuerdos tanto de Irene como de quienes la rodearon.

Pero también desconoce que, al conocerlos, va a completar no sólo el retrato de Irene, sino el suyo propio, de dónde procede, el porqué de los silencios que le han rodeado, y sobre todo qué significa la Belleza en alguien que asistió a su crepúsculo.


La autora:


Alena Collar (Madrid, 1960). Licenciada en Periodismo. Profesora jubilada de Lengua castellana y literatura, directora de Alenarte Revista, revista digital de arte y literatura. Es autora de los libros: La Casa de Alena (2003), Teatrerías (2005), Estampaciones (2009), El chico de la chaqueta roja (Tenerife, 2014) y El retrato de Irene (Tenerife, 2016). Ha participado en diversas Antologías literarias, siendo la más reciente Cosecha de Verano (2013) y en la revista digital Espacio Luke (verano 2013 y septiembre 2013).Tiene publicados seis inencontrables poemas en la Editorial CLA de Bilbao allá por 1980.
Su blog personal: La Bitácora de Alena http://alenacollar.wordpress.com/

Es aficionada al arte, la fotografía, la música e impenitente lectora, escribe porque no sabe dejar de hacerlo y todavía usa el bolígrafo para muchos de sus textos.

miércoles, 25 de mayo de 2016

Estampas al #amanecer

Tengo el cuerpo entumecido. La noche ha sido larga y fría y mi postura incómoda. Intento incorporarme pero mis piernas hormigueantes no me obedecen. Me inclino ligeramente, miro hacia abajo y me invade una sensación de vértigo. Mejor me quedo aquí quietecito un rato más, no vaya a ser que me caiga; ¡porque tendría narices que me fuera a caer ahora!

Muevo los muslos arriba y abajo para hacer que la sangre vuelva a circular y contemplo la ciudad a mis pies. No tengo prisa y la vista es extraordinaria. Pronto saldrá el sol. Va a ser bonito ver amanecer, un amanecer diferente de todos los que he visto antes, porque no será el amanecer de un día sino el de toda una vida. La que me queda por delante.

Mientras miro embelesado el horizonte que empieza a encenderse siento una palpitación violenta. ¡Los mensajes! ¡He enviado decenas de mensajes! No, no podía yo limitarme a la clásica notita manuscrita con cuatro frases lamentables y una triste despedida, no: tenía que liarme a escribir mensajes a todo dios. Meses. Me he pasado meses planeándolo, eligiendo con exquisito cuidado a cada destinatario de mis mensajes y redactando con precisión de relojero suizo cada palabra de cada uno de ellos.

En este momento debo de tener tal cara de idiota que creo que haría mejor saltando al vacío y acabando con todo, como estaba planeado, con tal de evitar el ridículo espantoso que sin duda me espera cuando me baje de aquí y regrese al mundo.

Al menos los que me quieren se alegrarán de verme respirar. Les diré que todo ha sido una broma y nos reiremos un rato. Los que me quieren se alegrarán, pero los otros…, ¡ay madre mía los otros! Los otros me van a despellejar. No. En realidad los otros ya me han despellejado, me han humillado, me han vejado… Estarán encantados de leer mis mensajes; satisfechos de haberme vencido.

Pues no, no me han vencido. Aquí estoy, haciendo una bonita estampa al amanecer.

¡Que se jodan!

jueves, 12 de mayo de 2016

Algún día serás yo, relato de Eduardo Alzola

El hombre sonríe satisfecho. Cierra la puerta tras de sí, se alisa la pechera de la americana –no le hace falta, está impecable– y avanza decidido hacia el ascensor. Aún resuenan en sus oídos las felicitaciones y el aplauso de la junta directiva en pleno. El presidente de la compañía ha venido desde Japón a estrechar su mano, y eso no es algo que pase todos los días, pero es que hoy no es un día cualquiera. Hoy es el día en el que el hombre ha cerrado la firma de un acuerdo comercial multimillonario que les abrirá las puertas del mercado norteamericano.


A esa hora de la tarde el piso ochenta y cinco del colosal edificio de la compañía es un bullir de gente que va y viene apresuradamente, y los ascensores suben y bajan sin cesar, abarrotados. 

El hombre se siente incómodo en el ascensor. No le gusta que invadan su espacio y hay demasiada gente. El aire apesta a sudor y a colonia mala. Eso le repugna. Él siempre huele a perfume caro. Queda un buen trecho hasta llegar abajo, así que se entretiene evaluando a sus compañeros de viaje. No les mira a la cara, sino a los pies. Siempre ha pensado que la mejor manera de juzgar a una persona es observar sus zapatos. No hay gran cosa. Casi todos son zapatos de hombre, baratos y gastados. Zapatos baratos de hombres que visten trajes baratos buscando una elegancia que no terminan de encontrar. También hay dos mujeres. Una de ellas no parece diferente de sus compañeros varones. Los zapatos de la otra no están del todo mal. Probablemente tenga un buen puesto. No recuerda haberla visto antes. Levanta la vista y lo que ve confirma sus hipótesis. Tuerce el gesto. Se ajusta los gemelos. Siempre se ajusta los gemelos cuando se siente incómodo. Se arregla el nudo de la corbata, consciente de que ese trozo de seda italiana cuesta más que todo lo que llevan encima el resto de los ocupantes del ascensor.

Al llegar abajo sale precipitadamente y se aleja de toda esa gente. Afuera hace fresco pero ha dejado de llover. Un tipo aprovecha el monumental atasco para intentar vender pañuelos de papel a los conductores. Va cantando coplillas a voz en grito. De vez en cuando consigue arrancar alguna sonrisa con sus ocurrencias y, menos de vez en cuando, alguna moneda. Mucho cobre y poco níquel. El hombre se dirige calle abajo hacia la parada de taxis sin prestar atención al vendedor. 

Junto a la entrada de la galería comercial un mendigo pide limosna en silencio. Está sentado en el suelo, con la cabeza gacha y las manos apoyadas sobre las rodillas. El hombre lo mira con menosprecio. Le asquea la gente que intenta vivir del cuento. Vagos y maleantes que pretenden justificar su inutilidad y su indolencia buscando culpables en la sociedad, en los otros, siempre son los otros. Malditos parásitos que se escudan en la crisis para justificar su holgazanería, piensa.

Al pasar a su lado, aprisa, algo llama su atención. Son los zapatos del mendigo. Unos zapatos caros, bien cuidados, limpios, lustrosos. El hombre detiene su marcha por un instante, perplejo, y se queda mirando al mendigo, que levanta la vista hacia él. Durante unos segundos sus miradas se cruzan.

–Algún día serás yo –le dice el mendigo con una voz grave y serena.

El hombre siente que un escalofrío le recorre la espalda. Sin saber qué hacer decide retomar su camino. Huye sin mirar atrás y busca refugio en un taxi que lo lleva hasta su casa.

–Buenas tardes, señor.

El hombre devuelve una respuesta lánguida e ininteligible y pasa de largo. No le interesan las chácharas ni los cotilleos del portero. En el ascensor respira hondo e intenta relajarse, pero las palabras del mendigo no dejan de dar vueltas en su cabeza. ¿Qué quiere decir este galimatías? Algún día serás yo. Seguro que no es nada. Será un loco, tendrá el cerebro derretido de beber alcohol de garrafa y de esnifar pegamento.

Seguro que es un loco, se repite mientras observa impaciente la pantallita que va marcando los pisos a medida que el ascensor se eleva. Parece que no va a llegar nunca. Seguro que es un loco, pero cada vez que intenta convencerse vuelve a ver en su cabeza, como si la tuviera delante, la mirada del mendigo. No es la mirada de un loco, sino una mirada serena e inteligente que no parece encajar con un rostro curtido y maltratado por la mala vida, ni con una barba descuidada de meses, ni con una ropa mugrienta y hedionda, ni con unas manos callosas de uñas negras que más que uñas parecen garras. Los zapatos, los zapatos son lo que no cuadra, porque los zapatos sí casan con la mirada. Siempre ha pensado que los zapatos lo dicen todo sobre la persona, y ahora...

Entra en su piso, un enorme dúplex de lujo con espectaculares vistas de la ciudad. De forma automática se dirige al ordenador y lo enciende. Le quedan varias horas de trabajo antes de permitirse unas pocas horas de sueño. No habría llegado hasta donde está si hubiera dedicado las noches a descansar. Como cada día se prepara un güisqui, pero el de hoy es doble y lo apura de un trago. Se prepara otro para más tarde y deja la botella fuera, por si acaso.

Se pone cómodo, se sienta en su escritorio, ante el ordenador, y conecta un disco duro portátil. Abre un cajón y saca un cofrecito de plata lleno de un polvo blanco que no parece azúcar. En un elegante estuche de terciopelo tiene guardado el instrumental: una placa de vidrio, una cucharita, una espátula y un canutillo de metacrilato. Mientras se prepara un par de rayas sigue dándole vueltas a las palabras del mendigo. Algún día serás yo, algún día serás yo, algún día serás yo...

Le está fallando el pulso. Está nervioso. Agarra el vaso y hace desaparecer el licor en un santiamén. ¿Qué le ha querido decir el condenado mendigo? Está seguro de que nunca podrá llegar a ser como ese desgraciado. Desde siempre ha trabajado duro para labrarse un futuro que ahora es presente. Ha logrado hacer realidad todos sus sueños. Es feliz...

Abre un cajón en busca de no sabe qué y lo que encuentra es un retrato que lleva ahí encerrado mucho tiempo. Es la foto de su mujer..., su ex mujer. Cuando tuvo que elegir entre el éxito profesional y el amor, eligió el éxito. La quería. A menudo la echa de menos pero intenta no pensar en ella. También perdió a sus amigos. Tampoco ve demasiado a su familia. Está solo.

El hombre se inclina hacia adelante, toma el canutillo de metacrilato, se lo coloca en la nariz y aspira con fuerza. Siente como un fogonazo en el cerebro. Cierra los ojos con fuerza esperando un torrente de placer pero lo que le viene es una arcada. Dentro de su cabeza se empiezan a dibujar unas imágenes que se convierten en secuencias que pasan a cámara rápida. Son escenas de su vida pero no recuerda haberlas vivido. ¿Será su futuro? El hombre se ve a sí mismo volviéndose hacia el ordenador, y trabajando, y bebiendo, esnifando y volviendo a beber, y corriendo al trabajo después de una noche sin sueño, y aguantando el estrés a base de fármacos, y comiendo poco y mal, y bebiendo, y esnifando, y pasando otra noche sin dormir, y otra y otra... El hombre se ve a sí mismo demasiado cansado, cometiendo errores en el trabajo y amañando datos para cubrirse, poniendo excusas, fallando, fallando, fallando. Y se ve bebiendo, y bebiendo, y tratando de olvidar que ya no tiene trabajo, y que está solo, y que ha perdido su flamante dúplex, y que no tiene adonde ir. Su vida entera cae en un oscuro pozo de desesperanza y se ve sucio, harapiento, y obsesionado por mantener sus zapatos limpios y lustrosos. Sus zapatos. Es lo único que le queda de lo que un día fue.

El hombre abre tanto los ojos que parece que se le van a salir e inspira con fuerza, como si quisiera respirar de golpe todo el aire de la habitación. Mira a su alrededor para comprobar que todo está allí, su ordenador, su botella de güisqui carísimo, su traje perfectamente colocado en el galán de noche y junto a él sus zapatos. Se lleva las manos a la cara y comprueba que su afeitado es perfecto. Todo está bien.

Suspira. Agarra el cofrecito de plata y lo tira a la papelera con todo su contenido. Apaga el ordenador y se acuesta. Intenta dormir preguntándose si ha valido la pena.

–Tengo que recuperar mi vida –es lo último que piensa el hombre antes de quedarse dormido.

sábado, 27 de febrero de 2016

Hasta siempre, "Jitos"

Fuiste grande en todo: gran hijo, gran esposo y padre, gran hermano y amigo, gran profesional, gran persona. Te has ido pronto. Demasiado pronto. Y ahora es cuando tendríamos que gritarle a la vida lo injusta que es y preguntarle por qué se lleva siempre a los mejores… No lo haremos, porque la vida no es justa ni injusta. La vida es vida y su final siempre es el mismo. Te has ido pronto pero, ¡cuántos han tenido una vida mucho más larga sin haber vivido ni la mitad que tú!

Nos dejaste escrito: “Aprovecha cada rayo de sol, cada beso, cada sonrisa, cada palmada en la espalda. Si sabes apreciarlos habrás encontrado el camino de la felicidad. Si los ignoras bordearás el precipicio de lo insulso. De ti depende. Coge tus cosas”.

Amaste la vida, la disfrutaste, la apuraste hasta la última gota, y hora que ya no estás, nos queda tu recuerdo, y sobre todo nos queda tu ejemplo de vida. Difícil de seguir. Hermoso.

Hasta siempre, “Jitos”.

sábado, 30 de enero de 2016

¿Era Steve Jobs un gilipollas, señor Mulet?


Olivia Pilhar, Helena Lumbreras, Domenico Mannarino, Serge Bidart, María del Carmen Expósito…


¿Qué tienen en común todas estas personas? Ni idea, ¿no? Tal vez podamos aventurar una hipótesis: que son gente que no conocemos de nada.

medicina sin engaños-j.m. mulet-9788423349043Puede valer pero, ¿y si añadimos a la lista a Steve Jobs? A ese si le conocemos todos, así que la respuesta no nos vale.

Olivia, Helena, Domenico, Serge, María del Carmen y Steve ya no están entre nosotros. Ya tenemos una conexión. Todos ellos decidieron abandonar sus tratamientos médicos para abrazar “terapias naturales” o pseudomedicinas, y eso les llevó a la muerte.

Acabo de terminar de leer un libro de J. M. Mulet titulado “Medicina sin engaños. Todo lo que necesitas saber sobre los peligros de la medicina alternativa”. De entre todo lo leído en las trescientas cincuenta y tantas páginas del libro me quedo con una frase lapidaria (lo de lapidaria me ha salido sin querer, pero viene al pelo):

"Guíate por el principio de que si una terapia parece una gilipollez, realmente lo es"

Quizás esta frase no alcance nunca el olimpo de la poética, pero hay que reconocerle que encierra una verdad como la copa de un pino. Una verdad enorme y se diría que evidente, aunque por lo visto no lo debe de ser tanto, evidente, digo, a juzgar por el creciente número de creyentes y practicantes de esas “gilipolleces”, como las llama Mulet.

¿Está acaso insinuando que un tipo de inteligencia y aptitudes tan sobradamente demostradas como Steve Jobs era un gilipollas por pensar que renunciando a la medicina y tomando zumos de fruta iba a vencer el cáncer que lo llevó a la muerte?

La pregunta se las trae. Uno podría entender el fenómeno si los que se dejaran llevar por la gilipollez fuera gente que no tuviera sentido común ni conocimiento o, aunque los tuviera, que actuara arrastrada por la desesperación. Pero no. He visto con mis propios ojos a gente cercana “pasarse al lado oscuro” a pesar de no faltarles ni inteligencia, ni formación. Dar un paso, a veces de difícil retorno, para convertirse en víctimas de embaucadores que con un poco de suerte solo les aligerarán los bolsillos, y con un poco de menos suerte les robarán la salud…, y hasta la vida.

Gente aparentemente normal que reniega de las farmacéuticas de verdad y hace poderosas a pseudofarmacéuticas de mentiras, gente aparentemente normal que se obsesiona con lo natural y predica la curación de todos los males con dióxido de cloro, gente aparentemente normal que da por buenas así, sin más, sin el menor espíritu crítico, las “terapias” más delirantemente absurdas, que resultarían hasta cómicas si no fuera por los dramas que arrastran detrás.

El libro de Mulet es una excelente obra de divulgación que con un lenguaje sencillo y con las ideas claras, bien fundamentadas y bien documentadas nos acerca al conocimiento de todas esas llamadas medicinas alternativas, de sus mentiras y de sus peligros.

Dicen que más vale prevenir que curar. La lectura de Medicina sin engaños puede resultar un estupendo método que nos prevenga de caer en la tentación de creer en patrañas y engañuflas.

Un gran libro, señor Mulet. Enhorabuena y gracias.

Sinopsis:

Del autor del éxito Comer sin miedo, más de 10.000 ejemplares. El libro que desmonta la medicina alternativa. Las opciones al margen de la medicina tradicional son cada vez más numerosas -flores de Bach, aromaterapia, acupuntura-, a la vez que crecen las dudas sobre su fiabilidad. El profesor Mulet, bioquímico, y auto r de la aclamada obra Comer sin miedo, desmitifica las medicinas alternativas y pone en evidencia algunos engaños; muestra cómo ciertas prácticas constituyen un mero negocio a costa de la salud y el dinero de las personas que acuden a ellas. El autor aplica su foco crítico sobre ramas como el psicoanálisis, las llamadas medicinas naturales o la homeopatía, para separar el grano de la paja y ofrecer al lector criterios objetivos para discernir en qué medida se puede fiar. Además de citar casos tan sonados como los de Steve Jobs o Jimmy Wales, Mulet aplica el rigor científico y el lenguaje directo para advertirnos que ante un problema de salud hay que ponerse en manos de un buen profesional y no dejarse embaucar por falsas promesas. ''La homeopatía no tiene más eficacia que la fe que pongas en ella''. J.M. Mulet

domingo, 17 de enero de 2016

Reseña: Comer sin miedo, de J. M. Mulet

Comer sin miedo. Mitos, falacias y mentiras sobre la alimentación en el siglo XXI

Si el objetivo de este libro es, como se podría deducir del título, quitarle al lector el miedo a comer, conmigo no lo ha conseguido; y es que yo, si estoy falto de algo, sería tal vez de que me infundiesen un poquito de temor porque, hoy por hoy, me enfrento a la comida con arrojo y gallardía. Bueno, quizás deba reconocer que ante un plato de coles de Bruselas me acobardo, pero eso es un detalle sin importancia.


Lo del párrafo anterior lo digo medio en broma, medio en serio y, bromeando con lo que me gusta comer, me refiero al poco miedo que tengo a hacerlo, y digo miedo en el sentido al que se refiere el libro, del que hablaremos enseguida.

Por mi formación académica (que, por cierto, coincide esencialmente con la del autor), por mi experiencia profesional y por mis inquietudes personales, estoy más que familiarizado con el concepto de riesgo químico y sé distinguir medianamente bien una noticia que suene a ciencia de una que suene a fantochada…, y cuando no estoy seguro, si la cosa me interesa, procuro informarme más en detalle consultando fuentes serias. Todo este rollo es para explicar por qué no tengo miedo a los transgénicos, a los colorantes, a los conservantes ni a beber agua del grifo (a pesar de que muchos opinan que que el agua de grifo de mi barrio está contaminada nada más ni nada menos que con lindano).

Cada día, los medios de comunicación, la publicidad y, sobre todo, las redes sociales, nos bombardean con medias verdades y plenas mentiras sobre lo que debemos y no debemos comer y nos inundan con bulos y leyendas urbanas. Proliferan los apóstoles de falsas dietéticas, los conspiranoicos, los sinvergüenzas que se lucran de todo ello y los inocentes que pagan el pato con su dinero, en el mejor de los casos, o con su salud, en el peor.

J. M. Mulet es científico serio y divulgador de ciencia con conciencia que libra una apasionante cruzada contra falsos profetas, y en este libro en particular contra los que nos pretenden timar, en el ámbito de la alimentación, con miedos a lo inocuo, complementos que no complementan, "ecoleches" antiecológicas, dietas chungas y otras vainas del mismo pelo.

Mulet expone sus tesis con claridad y las respalda minuciosamente con fuentes bien contrastadas. Los embaucadores, por su parte, regurgitan las suyas, a menudo, entre aspavientos y las fundamentan en argumentos delirantemente surrealistas. En este combate tan desigual, en el que parecería lógico apostar por Mulet, da la impresión que cada vez más el público jalea a los embaucadores. ¿Cómo puede ser esto posible? Yo no lo sé.

Comer sin miedo engancha. Yo lo he leído con avidez, y eso que últimamente ando con muy poco tiempo para leer. Conocimiento de los temas, una cuidada documentación, buenas tablas en el mundillo de la divulgación y una enorme pasión son los mimbres que construyen un cesto sólido y contundente a la par que elegante y divertido. Ciencia de la buena puesta al alcance de cualquiera, incluido el más profano.

¿Qué son y qué no son los transgénicos?, ¿son buenos?, ¿comíamos mejor antes?, ¿es más sana la comida sin aditivos?, ¿son ecológicos los alimentos “ecológicos”?, ¿cuál es la composición química de un ped… (¡ups!, pero sí, hasta eso lo puedes descubrir en el libro).

Si no tienes ni idea de química ni de dietética, o estás en un “nivel de usuario”, en este libro encontrarás la respuesta a estas y otras muchas preguntas que seguro que te has hecho y, si no te las has hecho, sin duda ahora te interesarán.

Si eres de los que saben algo o bastante y te gusta informarte, aprenderás más de lo que ya sabes, podrás refrendar muchas de tus convicciones y tal vez se te caiga algún mito.

Seas quien seas, te recomiendo que leas el libro y que lo divulgues. Harás un bien a la sociedad.

También recomiendo la lectura del libro a los que han dado el salto definitivo al lado oscuro, a los convencidos, a los militantes, a los conspiranoicos, a los timadores…: alguno puede que vuelva a entrever la luz, y aunque el resto no tengáis remedio, en estas páginas encontraréis una buena argumentación para demostrar que J. M. Mulet es un siniestro agente a sueldo de Monsanto.

Enhorabuena por el libro, señor Mulet, y gracias por tu labor en pro del conocimiento.

Sinopsis:

¿Era mejor la comida de antes que la de ahora? ¿Es más sano comer ecológico? ¿Estamos consumiendo mucha química? ¿Nos envenenan los aditivos? ¿Son tan malos los productos transgénicos como nos quieren hacer creer? ¿Existen las dietas milagro o las píldoras mágicas para adelgazar? ¿Cómo será la comida del futuro? ¿Anda suelta por ahí alguna enzima que lo cura todo?En un momento en el que palabras como «natural», «ecológico» o «sin conservantes» inundan el etiquetado de los productos que compramos, Comer sin miedo ofrece un análisis¡ científico y documentado de la realidad de los alimentos y de sus supuestas virtudes. J. M. Mulet, experto en bioquímica y biología molecular, revela qué hay de cierto y qué hay de mito en la información que circula sobre lo que nos llevamos a la boca, desmontando con ironía y humor un sinfín de falacias y mitos. Radicalmente en contra de la demonización de la intervención humana en los alimentos, nos demuestra que hoy la comida es más segura que nunca en la historia de la humanidad, que por fin tenemos el privilegio de poder comer sin miedo.«Por mucho que te lo digan, la comida natural es un mito. Toda la comida es fruto de laselección artifi cial, de la mejora genética y por tanto de la tecnología. Por eso, en untomate tienes más tecnología que en un iPhone 5, y además es más barata, con lo que todos podemos disfrutar de ella.

El autor:

Profesor titular de biotecnología (área de bioquímica y biología molecular) en la Universidad Politécnica de Valencia, Director del Máster de Biotecnología Molecular y Celular de Plantas (CSIC-UPV) e investigador en el Instituto de Biología Molecular y Celular de Plantas (IBMCP) un instituto mixto que depende del CSIC y de la UPV. Divulgador de temas relacionados con la biotecnología y la alimentación. Autor de "Comer sin Miedo" y "Medicina sin Engaños" (Destino) y de "Los productos naturales ¡vaya timo!" (Laetoli).