Hoy es el día. Llevo muchos años preparándome
para este momento.
No puede fallar nada.
He leído todo lo leíble,
estudiado todo lo estudiable, me he formado con los mejores maestros, he
recorrido el mundo para ver las creaciones más innovadoras y aprender de sus
artífices, he trabajado de sol a sol, he tachado, he corregido, lo he tirado
todo y he vuelto a empezar, una y otra vez…
He sacrificado muchas cosas, pero
lo he logrado. Mis maestros me han felicitado por el resultado, me han dicho
que están orgullosos de mí.
No puede fallar nada.
Hoy comparezco ante el vizconde para presentarle el puente que he diseñado para unir los dos lados de la ciudad.
El puente que permitirá el paso de los carros de mercancías, de las caballerías
del ejército, de los rebaños… El puente que sustituirá al viejo de madera,
permitiendo que los barcos lleguen río arriba con sus cargamentos.
No puede fallar nada.
Me he puesto mi mejor traje. No
es gran cosa, pero es el mejor que tengo. Al menos está limpio, no demasiado
descolorido, y los pocos remiendos que tiene están bien disimulados. Entro en
el palacio con decisión, con los planos bajo el brazo, y aprovecho para admirar
el buen trabajo que hicieron sus constructores.
No puede fallar nada.
Un mayordomo me lleva hasta un
lujoso salón y me deja plantado delante de una mesa larga tras la que se
sienta, en el centro, el vizconde. Lo flanquean dos personas más. Los conozco.
¿Son los que van a juzgar mi proyecto?
Algo no va bien.
Les muestro los planos, les
explico el diseño y les cuento cómo será el proceso de construcción. He
previsto con detalle el origen de las materias primas, la necesidad de mano de
obra, los plazos, los costes…, todo.
El vizconde hace como que escucha
pero se lo ve aburrido, pensando en cualquier otro asunto más excitante, como
una tarde de caza o una buena fiesta en la corte. Los otros me observan, hacen
muecas, de vez en cuando se miran entre ellos, cuchichean algo y se ríen. Yo
mantengo la calma y continúo con mi exposición, como si nada.
El de la derecha es un joven
rubio de mofletes sonrosados que no deja de hurgarse la nariz. Hace pelotillas,
pero solo se come la mitad. Las demás las lanza hacia mí con una sonrisa que
pretende ser maliciosa pero que se queda en bobalicona.
El de la izquierda es moreno y
muy velludo. Con una astilla afilada lo mismo se saca mugre de entre las uñas que
se excava el sarro o se rasca las orejas.
El rubio me interrumpe con un
carraspeo. Yo hago una pausa y le miro expectante.
—La cosas esas que abultan en
los costaos del dibujo no me gustan.
—Son las pilas —le explico—, son
necesarias para reforzar la estructura.
—Pos no me gustan…
El moreno también se anima a dar
su opinión, sin dejar de masticar su astilla.
—Los agujeros son muy grandes.
Hacen feo. Pa mí que habría que poner
más agujeros pequeños, pa que no
tenga cuesta.
—El puente está diseñado para que
resista la corriente y permita pasar a los barcos que traen mercancías de la
capital. Por eso tiene tres ojos…
—¡Ojos!, ja, ja, ¡ojos! Lo que
tiene es tres culos —el rubio alardea de risa boba, recorriendo con la mirada
las amplias alas de la sala, disfrutando de su público imaginario. Remata la
gracia lanzándome un proyectil de moco.
Yo intento retomar mis
explicaciones pero los tipos no dejan de interrumpir.
—A mí no me convence —dice con
cara de asco el rubio.
—Hacerlo de piedra es una idiotez
—sentencia el otro—. Hay que hacerlo de madera, como el de ahora.
—¡Eso, una
idiotez! —se solidariza el de los mofletes.
El vizconde parece no estar ahí.
Sigue pensando en su cacería, o en su fiesta, o en lo que sea, pero de repente
despierta de su sopor y da por finalizada la presentación. El mayordomo arranca
los planos de mis manos y se las entrega a su amo, me toma del brazo, me acompaña
a una pequeña alcoba y me dice con tono abrupto que espere allí mientras el
tribunal —¡el tribunal!— estudia mi propuesta.
Al cabo de un rato muy cortito se
abre la puerta y entra un hombre con mis planos. Lo conozco. Es el arquitecto
de palacio.
—No les ha gustado —me dice al
entregarme los rollos—. Lo siento.
—¿Qué no les ha gustado? ¿Acaso
el hombre rubio no es el hijo del porquero, del que incluso su padre reniega
por borracho, vago y mujeriego? Y, ¿no es el moreno el que mató al escribano
con un garrote porque decía que saber leer era algo demoníaco?
—Los mismos —me contesta con una
sonrisa amarga.
—¿Y acaso no sois vos el
arquitecto de palacio? ¿No deberías haber sido vos, y solo vos, el encargado de
juzgar mi trabajo y de decidir si es bueno o no lo es?
—Mis obligaciones me mantienen
alejado de estas cosas. Reuniones en la corte, fiestas, banquetes…
Lo miro con los ojos muy
abiertos, sin saber qué decir.
—No me miréis así —me dice—. A mí
tampoco me gusta esta vida, pero es lo que hay. Es lo que el vizconde desea.
Ahora tiene a sus consejeros.
—¿Sus consejeros? ¿Esos dos? ¿Y
por qué ha ido a elegir precisamente a esos dos, que no son capaces ni de
escribir su nombre?
—Nadie lo sabe. Son sucios,
groseros y profundamente ignorantes. Tarde o temprano llevarán a la ciudad a la
ruina, pero ahí están, y no parece que nada ni nadie vaya a poner remedio a
esta situación.
Estrujo los planos entre mis
manos temblorosas por la rabia contenida y salgo cabizbajo.
—Por si os interesa saberlo, a mí
sí me gusta vuestro puente —me grita el arquitecto mientras me alejo—. Es un
diseño brillante.
Atravieso la ciudad a paso
ligero, renegando entre dientes, hasta que llego al río. Cruzo hasta el centro
del viejo puente y me apoyo en el pretil destartalado. Arranco un trozo de
plano y lo lanzo al agua. Mientras se aleja flotando aguas abajo lanzo otro, y
luego otro y otro más. Ya no hay planos, sino una flota de pedazos que navegan
rumbo al mar.
Mis uñas se clavan en la madera
putrefacta del puente viejo. Aprieto los dientes. Me aguanto las ganas...
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