sábado, 26 de noviembre de 2016

Hasta nunca, comandante.



Una persona que tiene el carisma, el valor y la generosidad de entregar su vida a una revolución destinada a liberar a un pueblo de un régimen injusto, merece un lugar de honor en la historia. Es alguien grande.

Cuando ese alguien, tras la revolución, se agarra al poder como una garrapata, y no duda en encarcelar, torturar y asesinar a todos aquellos que pretendan ponerlo en duda, el valor se vuelve cobardía, la generosidad mezquindad y la grandeza miseria.

Yo, que amo la libertad, nunca he sido capaz de encontrar ninguna diferencia entre dictadores rojos o azules, de derechas o de izquierdas, de arriba o de abajo. Ni siquiera entre cualquiera de esos y los dictadores de en medio. Todos son dictadores. Todos son el antídoto de la libertad. Todos adoran el consenso, ese consenso que se consigue eliminando a los disidentes.

Yo, que amo la libertad, nunca he entendido por qué personas que se dicen demócratas sienten la necesidad de justificar a dictadores “de su color”. No me vale que fulanito promoviera una sanidad admirable, ni que menganito inaugurara unos pantanos cojonudos, ni que zutanito impulsara el deporte de competición como nunca se había hecho. ¿Acaso puede nada de eso justificar una sola muerte? ¿Acaso puede justificar miles de ellas? ¿Acaso puede justificar la conculcación de la libertad de millones de personas?

Hoy he oído hablar bastante de las famosas partidas de dominó entre Fraga y Castro. Un bonito paradigma de eso que algunos dicen de que los extremos se tocan. Fraga y Castro, tan distintos y, en el fondo, tan lo mismo: dos amantes de la opresión, enemigos de la libertad del prójimo.

Hasta nunca comandante.

martes, 8 de noviembre de 2016

El mundo al revés

Hoy es el día. Llevo muchos años preparándome para este momento.

No puede fallar nada.

He leído todo lo leíble, estudiado todo lo estudiable, me he formado con los mejores maestros, he recorrido el mundo para ver las creaciones más innovadoras y aprender de sus artífices, he trabajado de sol a sol, he tachado, he corregido, lo he tirado todo y he vuelto a empezar, una y otra vez…

He sacrificado muchas cosas, pero lo he logrado. Mis maestros me han felicitado por el resultado, me han dicho que están orgullosos de mí.

No puede fallar nada.

Hoy comparezco ante el vizconde para presentarle el puente que he diseñado para unir los dos lados de la ciudad. El puente que permitirá el paso de los carros de mercancías, de las caballerías del ejército, de los rebaños… El puente que sustituirá al viejo de madera, permitiendo que los barcos lleguen río arriba con sus cargamentos.

No puede fallar nada.

Me he puesto mi mejor traje. No es gran cosa, pero es el mejor que tengo. Al menos está limpio, no demasiado descolorido, y los pocos remiendos que tiene están bien disimulados. Entro en el palacio con decisión, con los planos bajo el brazo, y aprovecho para admirar el buen trabajo que hicieron sus constructores.

No puede fallar nada.

Un mayordomo me lleva hasta un lujoso salón y me deja plantado delante de una mesa larga tras la que se sienta, en el centro, el vizconde. Lo flanquean dos personas más. Los conozco. ¿Son los que van a juzgar mi proyecto?

Algo no va bien.

Les muestro los planos, les explico el diseño y les cuento cómo será el proceso de construcción. He previsto con detalle el origen de las materias primas, la necesidad de mano de obra, los plazos, los costes…, todo.

El vizconde hace como que escucha pero se lo ve aburrido, pensando en cualquier otro asunto más excitante, como una tarde de caza o una buena fiesta en la corte. Los otros me observan, hacen muecas, de vez en cuando se miran entre ellos, cuchichean algo y se ríen. Yo mantengo la calma y continúo con mi exposición, como si nada.

El de la derecha es un joven rubio de mofletes sonrosados que no deja de hurgarse la nariz. Hace pelotillas, pero solo se come la mitad. Las demás las lanza hacia mí con una sonrisa que pretende ser maliciosa pero que se queda en bobalicona.

El de la izquierda es moreno y muy velludo. Con una astilla afilada lo mismo se saca mugre de entre las uñas que se excava el sarro o se rasca las orejas.

El rubio me interrumpe con un carraspeo. Yo hago una pausa y le miro expectante.

­—La cosas esas que abultan en los costaos del dibujo no me gustan.

—Son las pilas —le explico—, son necesarias para reforzar la estructura.

Pos no me gustan…

El moreno también se anima a dar su opinión, sin dejar de masticar su astilla.

—Los agujeros son muy grandes. Hacen feo. Pa mí que habría que poner más agujeros pequeños, pa que no tenga cuesta.

—El puente está diseñado para que resista la corriente y permita pasar a los barcos que traen mercancías de la capital. Por eso tiene tres ojos…

—¡Ojos!, ja, ja, ¡ojos! Lo que tiene es tres culos —el rubio alardea de risa boba, recorriendo con la mirada las amplias alas de la sala, disfrutando de su público imaginario. Remata la gracia lanzándome un proyectil de moco.

Yo intento retomar mis explicaciones pero los tipos no dejan de interrumpir.

—A mí no me convence —dice con cara de asco el rubio.

—Hacerlo de piedra es una idiotez —sentencia el otro—. Hay que hacerlo de madera, como el de ahora.

—¡Eso, una idiotez! —se solidariza el de los mofletes.

El vizconde parece no estar ahí. Sigue pensando en su cacería, o en su fiesta, o en lo que sea, pero de repente despierta de su sopor y da por finalizada la presentación. El mayordomo arranca los planos de mis manos y se las entrega a su amo, me toma del brazo, me acompaña a una pequeña alcoba y me dice con tono abrupto que espere allí mientras el tribunal —¡el tribunal!— estudia mi propuesta.

Al cabo de un rato muy cortito se abre la puerta y entra un hombre con mis planos. Lo conozco. Es el arquitecto de palacio.

—No les ha gustado —me dice al entregarme los rollos—. Lo siento.

—¿Qué no les ha gustado? ¿Acaso el hombre rubio no es el hijo del porquero, del que incluso su padre reniega por borracho, vago y mujeriego? Y, ¿no es el moreno el que mató al escribano con un garrote porque decía que saber leer era algo demoníaco?

—Los mismos —me contesta con una sonrisa amarga.

—¿Y acaso no sois vos el arquitecto de palacio? ¿No deberías haber sido vos, y solo vos, el encargado de juzgar mi trabajo y de decidir si es bueno o no lo es?

—Mis obligaciones me mantienen alejado de estas cosas. Reuniones en la corte, fiestas, banquetes…

Lo miro con los ojos muy abiertos, sin saber qué decir.

—No me miréis así —me dice—. A mí tampoco me gusta esta vida, pero es lo que hay. Es lo que el vizconde desea. Ahora tiene a sus consejeros.

—¿Sus consejeros? ¿Esos dos? ¿Y por qué ha ido a elegir precisamente a esos dos, que no son capaces ni de escribir su nombre?

—Nadie lo sabe. Son sucios, groseros y profundamente ignorantes. Tarde o temprano llevarán a la ciudad a la ruina, pero ahí están, y no parece que nada ni nadie vaya a poner remedio a esta situación.

Estrujo los planos entre mis manos temblorosas por la rabia contenida y salgo cabizbajo.

—Por si os interesa saberlo, a mí sí me gusta vuestro puente —me grita el arquitecto mientras me alejo—. Es un diseño brillante.

Atravieso la ciudad a paso ligero, renegando entre dientes, hasta que llego al río. Cruzo hasta el centro del viejo puente y me apoyo en el pretil destartalado. Arranco un trozo de plano y lo lanzo al agua. Mientras se aleja flotando aguas abajo lanzo otro, y luego otro y otro más. Ya no hay planos, sino una flota de pedazos que navegan rumbo al mar.

Mis uñas se clavan en la madera putrefacta del puente viejo. Aprieto los dientes. Me aguanto las ganas...

jueves, 27 de octubre de 2016

Vidas vacías

El viejo sabio tenía la costumbre de dar largas caminatas por las afueras de su ciudad, huyendo del bullicio para perseguir el silencio y la quietud que requerían sus cavilaciones y filosofías.


Una mañana, mientras caminaba por una llanura árida, casi desértica, se topó con un hombre semidesnudo, inmóvil, que yacía sobre una gran roca plana.

—¿Qué haces? —le preguntó el viejo.

—Espero —contestó lacónico el hombre.

—¿Y a quién esperas? —insistió el sabio—, no parece que por aquí pase demasiada gente.

—Espero a la Muerte.

—¿Por qué quieres morir?

—Porque no tengo vida.

—¿Cómo que no tienes vida?, yo te veo muy bien. Tu aspecto es saludable.

—Tengo buena salud, sí, pero por dentro estoy vacío.

—¿Cómo es eso? —el sabio estaba intrigado.

—Yo tenía una vocación. Desde muy joven quise ser científico. Trabajé duro, muy duro, y  por el camino fui dejando de lado todo lo demás: familia, amigos, aficiones…

—¿Lo conseguiste?

—Lo conseguí. Llegué a ser un científico respetado y pude hacer algunas cosas buenas por la comunidad.

—Y, ¿eso no te llenó?

—Me llenó, sí, pero no duró mucho —el hombre cerró los ojos y una lágrima corrió por su mejilla—. Las cosas cambiaron en la ciudad. Los gobernantes se rodearon de consejeros ignorantes que me despreciaron y humillaron, igual que despreciaron y humillaron a muchos otros para ocultar su ignorancia y su falta de vergüenza.

—Y los gobernantes…, ¿no hicieron nada?

—Los gobernantes se acomodaron a la ignorancia y la displicencia, a la placidez de no saber. Y nos desterraron. Por eso estoy vacío. Ya no me queda nada. No me compensa vivir. Por eso estoy esperando a la Muerte.

El viejo se alejó lentamente, cabizbajo y pensativo. Caminó trabajosamente hasta alcanzar un altozano desde el que se dominaba buena parte de la ciudad. Entornó los ojos y se protegió con las manos del sol cegador. Desde allí podía contemplar las calles intrincadas, la plaza, el palacio, el templo…

Se quitó la túnica y se tumbó sobre una gran roca plana…, y se dispuso a esperar.

sábado, 13 de agosto de 2016

Las aventuras de Magdalena Sánchez Blesa

¿Que quién es Magdalena Sánchez Blesa? ¿No os suena de nada? Es probable que no.

Cuando tienes en tu entorno personas que de vez en cuando te recomiendan películas terminas viendo algunas que de otra manera no se hubieran cruzado en tu vida, a veces para bien, otras…, no tanto.

Ayer me tocó ver una de esas películas: Las aventuras de Moriana.

En la primera escena una mujer está siendo despedida por teléfono mientras espera a ser desahuciada. Al tiempo que ella despotrica con su marcado acento murciano sus hijos no dejan de dar la tabarra y un grupo de militantes antidesahucio se manifiesta bajo su ventana.

La cosa huele a comedieta loca, y a mí casi nunca me gustan las comedietas locas. Empezamos mal. Estoy a tiempo de apagar y entretenerme con cualquier otra cosa.

Pero sigo viéndola. La mujer, Magdalena, se echa la vida a la espalda, se tira a la calle y se embarca en una aventura surrealista en la que ocupa un restaurante abandonado y termina rodando una no menos surrealista película, protagonizada, Ahí es nada, por la gran Terele Pávez, en un intento desesperado de sobrevivir a su angustiosa situación.

No es por desmerecer al resto del elenco, pero a medida que la Magdalena personaje se va comiendo el mundo, la Magdalena actriz se zampa la pantalla entera.

Antes he hablado de surrealismo, pero el surrealismo total llega después de la peli. Intrigado por la estupenda actriz que acabo de descubrir me pongo a ver quién es, qué otras cosas ha hecho…, y resulta que Magdalena Sánchez Blesa, que en la película se interpreta a sí misma (junto con su familia, que también se autointerpreta), no son gente de cine, sino los dueños del restaurante de la peli, que existe de verdad, y han hecho la película para salvarlo de una malísima racha motivada por la crisis… ¡La película y la realidad se mezclan!

Seguramente Las aventuras de Moriana no optará a los Óscar ni a los Goya (en mi opinión Magdalena sería una muy digna candidata a actriz revelación), pero se deja ver muy a gusto, y más a gusto aún cuando uno sabe la grandísima aventura vital que se oculta entre bambalinas.


Enhorabuena, Magdalena y compañía. Os deseo lo mejor.

jueves, 11 de agosto de 2016

Señores de Vueling: estoy hastiado (pronúnciese hasta los cojones) del Happy de Pharrell Williams

Últimamente, por motivos de trabajo, me toca viajar bastante a Barcelona, normalmente los miércoles. Voy y vuelvo en el día, así que para aprovechar la jornada tomo el primer avión de la mañana, que despega a las 7:00, y vuelvo en el último de la tarde, el que presuntamente debería ser el de las 20:30.

Digo presuntamente porque las probabilidades de que salga a su hora son ninguna. Según mi experiencia el retraso mínimo es de 45 minutos, aunque la media suele estar en torno a una hora, y eso es muy molesto después del madrugón de la mañana y una larga jornada de trabajo. ¿No sería mejor que vendiesen los billetes para las 21:30 y así todos estaríamos contentos?

El retraso crónico es irritante, pero lo más enervante, y es lo que quiero comentar en estas líneas, es otra cosa: una peculiaridad de la ambientación de los aviones que, al menos a mí, me resulta absolutamente inexplicable.

Al inicio del embarque suena la canción “Happy” de Pharrell Williams y otras dos, cuyo título ni conozco ni quiero conocer. Cuando las tres canciones han terminado de sonar vuelven a repetirse, y así en bucle hasta que el avión surca los cielos. ¿Podéis adivinar qué es lo que sucede desde que empieza la maniobra de aterrizaje hasta el final del desembarque? Pues que suena la canción “Happy” de Pharrell Williams y las otras dos, y cuando han terminado de sonar vuelven a repetirse, y así en bucle.

Y esto pasa a la ida, y también a la vuelta, y al día siguiente, y al otro, y al otro...  Tengo la intrigante sospecha de que detrás de esto hay una explicación flipante y de que el asunto lo ha diseñado algún descerebrado gurú de la sociología.

Yo, como conejillo de indias de este cruel experimento, solo puedo decir que escuchar esas tres puñeteras canciones una y otra vez, un día tras otro, alcanza la calificación de tortura psicológica.

Señores de Vueling: les sugiero que cojan a su gurú musical y le den una buena patada en el culo. Los viajeros se lo agradeceremos.

¡Ah!, y si resulta que es una cuestión de ahorrase pago de derechos, prueben con el silencio, que siempre resultará más barato y, a buen seguro, mucho más agradable.


domingo, 31 de julio de 2016

Exposición de muertos loncheados en Bilbao

Cuando, hace unos cuantos años ya, oí hablar por primera vez de la plastinación me pareció un asunto extremadamente interesante desde el punto de vista científico y se me planteó, como a muchos, una cuestión sobre los aspectos éticos de la utilización de cadáveres u órganos humanos reales “plastificados” en exposiciones públicas.

Para quien no conozca la técnica, la plastinación consiste en la sustitución de los fluidos biológicos de un material biológico por resinas sintéticas y otros productos químicos que permiten su preservación. Esta técnica se puede aplicar a cuerpos completos, humanos o animales, a órganos, vísceras, etc.

La técnica, no cabe ninguna duda, supone una herramienta muy útil para la ciencia, al permitir la conservación y manipulación de materiales biológicos para estudios anatómicos, fisiológicos, médicos, etc.

La cuestión ética surge cuando la plastinación se destina a la exposición pública de cadáveres y órganos humanos, como sucede en la exposición “Human Bodies” que actualmente se puede visitar en Bilbao. ¿Es un destino digno para alguien que dona su cuerpo a la ciencia andar por ahí siendo expuesto a la curiosidad de cualquiera que pague una entrada para verlo todo reseco, desnudito, pelado y, en ocasiones, desmembrado o incluso loncheado?

La respuesta a esta pregunta no es en absoluto sencilla. Habrá gente con una concepción muy clara de la vida y de la muerte que no albergue dudas al respecto, tanto para responder que no, algunos, como que sí, otros. Yo, qué queréis que os diga, no lo veo ni blanco ni negro, por lo que responder me resulta complejo.

Así que para responderme a mí mismo me fui a la exposición, pagué mi entrada, cogí mi audioguía y me sumergí en el mundo de los muertos plastificados y loncheados. Nada mejor que ver y sentir para poder opinar.

La exposición está distribuida en varias salas, con vitrinas numeradas lo que, con la ayuda de la audioguía, permite una visita ordenada que, empezando por un embrión de cuatro semanas, va recorriendo la anatomía y fisiología humana desde un punto de vista eminentemente didáctico y divulgativo.

Si consideramos que la dignidad de una exposición depende de quien expone, de lo que se expone, y de quien visita la exposición, a mí me pareció una exposición muy digna. Había visitantes de casi todas las edades (no había niños, cuyo acceso ignoro si está permitido, aunque creo que podría estarlo sin mayor problema) y de diversas procedencias geográficas, a juzgar por los acentos e idiomas, recorriendo las vitrinas en un respetuoso silencio y con un patente interés en lo que veían y escuchaban.

Es cierto que todo el material que se exponía (o tal vez casi todo) podría ser fabricado en materiales sintéticos, con las actuales tecnologías, reproduciendo los cuerpos y órganos probablemente incluso con una fidelidad mayor a sus homólogos vivientes, ya que los materiales plastinados, por muy bien que se preparen, pierden “frescura”. Probablemente podría hacerse, pero no sería lo mismo. Perdería su fuerza y el impacto emocional sobre el visitante.

Me vuelvo a plantear la pregunta: ¿Es un destino digno para alguien que dona su cuerpo a la ciencia andar por ahí siendo expuesto a la curiosidad de cualquiera que pague una entrada para verlo ahí, todo reseco, desnudito, pelado y, en ocasiones, desmembrado o incluso loncheado? Ahora ya tengo una respuesta. Si se hace como se tiene que hacer, como es el caso, rotundamente sí.

Me gustó mucho la exposición, aunque ya que estamos, me gustaría dejar un par de comentarios sobre un par de aspectos que se podrían mejorar:

La entrada no invita en absoluto a visitar en la exposición. Es oscura y la fachada está decorada con unos carteles poco sugerentes. Por otro lado, a pesar de que las audioguías ofrecen un buen menú de idiomas, los carteles de la exposición están escritos únicamente en español y euskera. Teniendo en cuenta que Bilbao se está volviendo una ciudad bastante turística y que los textos son bastante breves, no hubiera estado de más ponerlos al menos en inglés y francés. Por último, eché en falta algo que esperaba encontrar como imprescindible en una exposición de cuerpos plastinados: una explicación de la propia técnica.


Por lo demás, una exposición magnífica. Recomendable.

sábado, 9 de julio de 2016

El jardín de la memoria, de Lea Vélez

Un marido que se muere, las cartas desde el hospital de su hermano niño que murió hace más de cincuenta años, un heroico fotógrafo republicano español, prisionero en Mauthausen y testigo clave en el juicio de Núremberg.

¿Esto qué es? ¿Una novela? ¿Un collage de relatos biográficos medio inconexos? ¿No tan inconexos, tal vez?

Llegué a Lea Vélez a través de feisbuc, no recuerdo cuándo ni por qué. De entrada reparé en los siempre sorprendentes diálogos con sus hijos, entre lo científico, lo filosófico y lo surrealista. Al principio me resultó algo…, no sé cómo definirlo. Digamos chocante; pero luego me he ido enganchando un poquito.

Todo lo que se cuenta en el libro es real. La autora desnuda su alma relatando algo tan íntimo como los últimos días de la vida de su marido, y lo hace de cara y sin tapujos. En el párrafo anterior he utilizado el término chocante, y lo vuelvo a recuperar aquí. Chocante. Si hubiera leído el libro hace un año me habría resultado bastante chocante cómo relata Lea su experiencia. Primero porque el hecho en sí mismo de hablar de la muerte, no de la muerte de un personaje de novela, sino de la muerte de alguien real, de alguien cercano, es algo como muy tabú. Segundo, porque la naturalidad con la que cuenta las cosas, desde la acción más cotidiana hasta el sentimiento más profundo resulta, cuando menos, sorprendente por inusual.

Pero sucede que no leí este libro hace un año, sino que lo he hecho a lo largo de la última semana, y para entonces la muerte había cambiado ya mi concepción de la vida.

Hace 137 días murió mi hermano. Una enfermedad devastadora se lo llevó en un puñado de meses y desde entonces la muerte se ha colado en un bolsillo de mi chaqueta. Cuando la miro a los ojos ella me hace un guiño, aunque la mayor parte del tiempo procuro olvidarme de que está ahí y me limito a tenerla vigilada, de vez en cuando, por el rabillo del ojo. Al fin y al cabo tampoco es para tanto. Morirse, digo, como tampoco es para tanto vivir.

Un día no conseguirá levantarse del sofá, otro día ya no logrará levantarse de la cama, irá estando más y más cansado y al fin… un día no tendrá fuerzas para abrir los ojos.
Esta es una frase del libro. ¡Cuántas cosas en común! La muerte inexorable, temida y esperada, ese apagarse poco a poco, ese shock de enfrentarse a la idea de una cama articulada, que en mi caso fue silla de ruedas, esa preocupación mundana, pero necesaria, por el impertinente papeleo que siempre sucede a la muerte. Y esos sentimientos y pensamientos de los que nunca hablamos pero que Lea escribe sacudiéndose el pudor. Una lección de vida; una lección de muerte.

Cuando leo una novela, me traslado a otros mundos, a otras épocas, a otras vidas… Con cada página de El jardín de la memoria, sin embargo, me he sentido en casa, haciendo un viaje interior a lo más recóndito de mis entrañas, guiado por una cicerone de lujo, con el doloroso placer de compartir intimidades tan profundas con alguien a quien ni siquiera conozco en carne mortal.

No soy bueno escribiendo reseñas, y esta me ha quedado especialmente fatal, deslavazada y anárquica, y ni siquiera he hablado de la novela. A quien le interese, que lea otras críticas, que hay muchas y muy buenas por ahí. La recomiendo vivamente a todo el mundo, pero yo me quedo con el sentimiento que, en mi caso, ha eclipsado lo literario, que también lo hay, y muy bueno, por cierto.

Empecé a leer este libro con grandes expectativas. Pensaba que sería como montar en un avión a reacción y me he visto a bordo del Enterprise surcando galaxias y atravesado agujeros de gusano.

Gracias, Lea.

Sinopsis:

Fue un otoño extraordinario. El otoño en el que tú me enseñaste a vivir y yo te enseñé a morir. Durante la última aventura, filosofamos, investigamos, leímos las viejas cartas de tu hermano Stephen. Las cartas que relatan una época y un pasado familiar. Gracias a una antigua foto en un sobre con matasellos de Sheffield, encontré respuesta a la dudosa paternidad de Gill. Me encanta hacer de detective. Las cosas de Stephen siguen en la buhardilla, metidas en sus cajas de bombones y a veces las saco y releo una poesía del cuaderno infantil. Allí, en la Inglaterra de 1957, estaban las respuestas y mientras yo escribía este Jardín transcribiendo cartas amarillas por el tiempo, tú lograste perdonar. Pienso en la sonrisa del otro protagonista de este relato: Francesc Boix. Te fascinó la vida del republicano español, testigo de Nuremberg, fotógrafo de guerra. Yo te contaba sus hazañas, que están en esta novela y que no sé si es novela porque todo lo que se cuenta en ella sucedió de verdad.

Ese verano volvimos a Malmesbury. Tenías razón. No existe un lugar con más encanto en Inglaterra. Los niños se disfrazaron de caballeros y cruzaron aceros de plástico en los jardines de la abadía. Hicimos un pic-nic. Entre saltos, tumbas de piedra, juegos y merienda, esparcimos tus cenizas bajo un roble centenario. Entro de nuevo en este otro jardín, El jardín de la memoria, ojeo sus páginas, riego con cuidado el primer beso que nos dimos y ese último que a veces es como el primero de un nuevo cariño real, invisible. Ahora estás hecho de un aire que empuja con constancia mi columpio. Subo y bajo, y veo más allá de los campos y de los tejados, entendiendo cómo hay que vivir. Tres años después de aquel otoño extraordinario, me siento plena, sabiendo que ganamos y que había que contarlo. Para demostrar lo que digo, aquí está nuestra historia.

Lea Vélez:

Nació en Madrid en 1970 al cobijo de una familia fanática de la literatura. Tras estudiar Periodismo en la Complutense, se dio cuenta de que además de observar, analizar y escribir, le apasionaba el cine. Por eso decidió convertirse en guionista de ficción. Su tercera pasión es y ha sido siempre la música. Hoy, las teclas de su ordenador cargan ya con más de seiscientas horas de ficción televisiva. En 2004 se editó su primera novela, El desván (Plaza y Janés), escrita en colaboración con Susana Prieto, de la que se publicaron seis ediciones. En 2006 repitió la experiencia de escribir a cuatro manos con su segunda novela, La esfera de Ababol (Planeta). En 2008 escribió, también con Susana Prieto, la obra teatral Tiza, divertida sátira sobre la educación, que fue galardonada con el premio de Teatro Agustín González. En mayo de 2014 publica, ya en solitario, La cirujana de Palma (Ediciones B). Lea Vélez tiene fuertes lazos con Inglaterra y pasa largas temporadas en la ciudad de Brighton, donde encuentra inspiración junto al mar y buenos amigos con los que tocar música en directo. El jardín de la memoria es un emocionante testimonio de amor, por puro amor. Un canto a la vida y a la libertad.


Fuente: www.galaxiagutenberg.com