miércoles, 25 de mayo de 2016

Estampas al #amanecer

Tengo el cuerpo entumecido. La noche ha sido larga y fría y mi postura incómoda. Intento incorporarme pero mis piernas hormigueantes no me obedecen. Me inclino ligeramente, miro hacia abajo y me invade una sensación de vértigo. Mejor me quedo aquí quietecito un rato más, no vaya a ser que me caiga; ¡porque tendría narices que me fuera a caer ahora!

Muevo los muslos arriba y abajo para hacer que la sangre vuelva a circular y contemplo la ciudad a mis pies. No tengo prisa y la vista es extraordinaria. Pronto saldrá el sol. Va a ser bonito ver amanecer, un amanecer diferente de todos los que he visto antes, porque no será el amanecer de un día sino el de toda una vida. La que me queda por delante.

Mientras miro embelesado el horizonte que empieza a encenderse siento una palpitación violenta. ¡Los mensajes! ¡He enviado decenas de mensajes! No, no podía yo limitarme a la clásica notita manuscrita con cuatro frases lamentables y una triste despedida, no: tenía que liarme a escribir mensajes a todo dios. Meses. Me he pasado meses planeándolo, eligiendo con exquisito cuidado a cada destinatario de mis mensajes y redactando con precisión de relojero suizo cada palabra de cada uno de ellos.

En este momento debo de tener tal cara de idiota que creo que haría mejor saltando al vacío y acabando con todo, como estaba planeado, con tal de evitar el ridículo espantoso que sin duda me espera cuando me baje de aquí y regrese al mundo.

Al menos los que me quieren se alegrarán de verme respirar. Les diré que todo ha sido una broma y nos reiremos un rato. Los que me quieren se alegrarán, pero los otros…, ¡ay madre mía los otros! Los otros me van a despellejar. No. En realidad los otros ya me han despellejado, me han humillado, me han vejado… Estarán encantados de leer mis mensajes; satisfechos de haberme vencido.

Pues no, no me han vencido. Aquí estoy, haciendo una bonita estampa al amanecer.

¡Que se jodan!

jueves, 12 de mayo de 2016

Algún día serás yo, relato de Eduardo Alzola

El hombre sonríe satisfecho. Cierra la puerta tras de sí, se alisa la pechera de la americana –no le hace falta, está impecable– y avanza decidido hacia el ascensor. Aún resuenan en sus oídos las felicitaciones y el aplauso de la junta directiva en pleno. El presidente de la compañía ha venido desde Japón a estrechar su mano, y eso no es algo que pase todos los días, pero es que hoy no es un día cualquiera. Hoy es el día en el que el hombre ha cerrado la firma de un acuerdo comercial multimillonario que les abrirá las puertas del mercado norteamericano.


A esa hora de la tarde el piso ochenta y cinco del colosal edificio de la compañía es un bullir de gente que va y viene apresuradamente, y los ascensores suben y bajan sin cesar, abarrotados. 

El hombre se siente incómodo en el ascensor. No le gusta que invadan su espacio y hay demasiada gente. El aire apesta a sudor y a colonia mala. Eso le repugna. Él siempre huele a perfume caro. Queda un buen trecho hasta llegar abajo, así que se entretiene evaluando a sus compañeros de viaje. No les mira a la cara, sino a los pies. Siempre ha pensado que la mejor manera de juzgar a una persona es observar sus zapatos. No hay gran cosa. Casi todos son zapatos de hombre, baratos y gastados. Zapatos baratos de hombres que visten trajes baratos buscando una elegancia que no terminan de encontrar. También hay dos mujeres. Una de ellas no parece diferente de sus compañeros varones. Los zapatos de la otra no están del todo mal. Probablemente tenga un buen puesto. No recuerda haberla visto antes. Levanta la vista y lo que ve confirma sus hipótesis. Tuerce el gesto. Se ajusta los gemelos. Siempre se ajusta los gemelos cuando se siente incómodo. Se arregla el nudo de la corbata, consciente de que ese trozo de seda italiana cuesta más que todo lo que llevan encima el resto de los ocupantes del ascensor.

Al llegar abajo sale precipitadamente y se aleja de toda esa gente. Afuera hace fresco pero ha dejado de llover. Un tipo aprovecha el monumental atasco para intentar vender pañuelos de papel a los conductores. Va cantando coplillas a voz en grito. De vez en cuando consigue arrancar alguna sonrisa con sus ocurrencias y, menos de vez en cuando, alguna moneda. Mucho cobre y poco níquel. El hombre se dirige calle abajo hacia la parada de taxis sin prestar atención al vendedor. 

Junto a la entrada de la galería comercial un mendigo pide limosna en silencio. Está sentado en el suelo, con la cabeza gacha y las manos apoyadas sobre las rodillas. El hombre lo mira con menosprecio. Le asquea la gente que intenta vivir del cuento. Vagos y maleantes que pretenden justificar su inutilidad y su indolencia buscando culpables en la sociedad, en los otros, siempre son los otros. Malditos parásitos que se escudan en la crisis para justificar su holgazanería, piensa.

Al pasar a su lado, aprisa, algo llama su atención. Son los zapatos del mendigo. Unos zapatos caros, bien cuidados, limpios, lustrosos. El hombre detiene su marcha por un instante, perplejo, y se queda mirando al mendigo, que levanta la vista hacia él. Durante unos segundos sus miradas se cruzan.

–Algún día serás yo –le dice el mendigo con una voz grave y serena.

El hombre siente que un escalofrío le recorre la espalda. Sin saber qué hacer decide retomar su camino. Huye sin mirar atrás y busca refugio en un taxi que lo lleva hasta su casa.

–Buenas tardes, señor.

El hombre devuelve una respuesta lánguida e ininteligible y pasa de largo. No le interesan las chácharas ni los cotilleos del portero. En el ascensor respira hondo e intenta relajarse, pero las palabras del mendigo no dejan de dar vueltas en su cabeza. ¿Qué quiere decir este galimatías? Algún día serás yo. Seguro que no es nada. Será un loco, tendrá el cerebro derretido de beber alcohol de garrafa y de esnifar pegamento.

Seguro que es un loco, se repite mientras observa impaciente la pantallita que va marcando los pisos a medida que el ascensor se eleva. Parece que no va a llegar nunca. Seguro que es un loco, pero cada vez que intenta convencerse vuelve a ver en su cabeza, como si la tuviera delante, la mirada del mendigo. No es la mirada de un loco, sino una mirada serena e inteligente que no parece encajar con un rostro curtido y maltratado por la mala vida, ni con una barba descuidada de meses, ni con una ropa mugrienta y hedionda, ni con unas manos callosas de uñas negras que más que uñas parecen garras. Los zapatos, los zapatos son lo que no cuadra, porque los zapatos sí casan con la mirada. Siempre ha pensado que los zapatos lo dicen todo sobre la persona, y ahora...

Entra en su piso, un enorme dúplex de lujo con espectaculares vistas de la ciudad. De forma automática se dirige al ordenador y lo enciende. Le quedan varias horas de trabajo antes de permitirse unas pocas horas de sueño. No habría llegado hasta donde está si hubiera dedicado las noches a descansar. Como cada día se prepara un güisqui, pero el de hoy es doble y lo apura de un trago. Se prepara otro para más tarde y deja la botella fuera, por si acaso.

Se pone cómodo, se sienta en su escritorio, ante el ordenador, y conecta un disco duro portátil. Abre un cajón y saca un cofrecito de plata lleno de un polvo blanco que no parece azúcar. En un elegante estuche de terciopelo tiene guardado el instrumental: una placa de vidrio, una cucharita, una espátula y un canutillo de metacrilato. Mientras se prepara un par de rayas sigue dándole vueltas a las palabras del mendigo. Algún día serás yo, algún día serás yo, algún día serás yo...

Le está fallando el pulso. Está nervioso. Agarra el vaso y hace desaparecer el licor en un santiamén. ¿Qué le ha querido decir el condenado mendigo? Está seguro de que nunca podrá llegar a ser como ese desgraciado. Desde siempre ha trabajado duro para labrarse un futuro que ahora es presente. Ha logrado hacer realidad todos sus sueños. Es feliz...

Abre un cajón en busca de no sabe qué y lo que encuentra es un retrato que lleva ahí encerrado mucho tiempo. Es la foto de su mujer..., su ex mujer. Cuando tuvo que elegir entre el éxito profesional y el amor, eligió el éxito. La quería. A menudo la echa de menos pero intenta no pensar en ella. También perdió a sus amigos. Tampoco ve demasiado a su familia. Está solo.

El hombre se inclina hacia adelante, toma el canutillo de metacrilato, se lo coloca en la nariz y aspira con fuerza. Siente como un fogonazo en el cerebro. Cierra los ojos con fuerza esperando un torrente de placer pero lo que le viene es una arcada. Dentro de su cabeza se empiezan a dibujar unas imágenes que se convierten en secuencias que pasan a cámara rápida. Son escenas de su vida pero no recuerda haberlas vivido. ¿Será su futuro? El hombre se ve a sí mismo volviéndose hacia el ordenador, y trabajando, y bebiendo, esnifando y volviendo a beber, y corriendo al trabajo después de una noche sin sueño, y aguantando el estrés a base de fármacos, y comiendo poco y mal, y bebiendo, y esnifando, y pasando otra noche sin dormir, y otra y otra... El hombre se ve a sí mismo demasiado cansado, cometiendo errores en el trabajo y amañando datos para cubrirse, poniendo excusas, fallando, fallando, fallando. Y se ve bebiendo, y bebiendo, y tratando de olvidar que ya no tiene trabajo, y que está solo, y que ha perdido su flamante dúplex, y que no tiene adonde ir. Su vida entera cae en un oscuro pozo de desesperanza y se ve sucio, harapiento, y obsesionado por mantener sus zapatos limpios y lustrosos. Sus zapatos. Es lo único que le queda de lo que un día fue.

El hombre abre tanto los ojos que parece que se le van a salir e inspira con fuerza, como si quisiera respirar de golpe todo el aire de la habitación. Mira a su alrededor para comprobar que todo está allí, su ordenador, su botella de güisqui carísimo, su traje perfectamente colocado en el galán de noche y junto a él sus zapatos. Se lleva las manos a la cara y comprueba que su afeitado es perfecto. Todo está bien.

Suspira. Agarra el cofrecito de plata y lo tira a la papelera con todo su contenido. Apaga el ordenador y se acuesta. Intenta dormir preguntándose si ha valido la pena.

–Tengo que recuperar mi vida –es lo último que piensa el hombre antes de quedarse dormido.

sábado, 27 de febrero de 2016

Hasta siempre, "Jitos"

Fuiste grande en todo: gran hijo, gran esposo y padre, gran hermano y amigo, gran profesional, gran persona. Te has ido pronto. Demasiado pronto. Y ahora es cuando tendríamos que gritarle a la vida lo injusta que es y preguntarle por qué se lleva siempre a los mejores… No lo haremos, porque la vida no es justa ni injusta. La vida es vida y su final siempre es el mismo. Te has ido pronto pero, ¡cuántos han tenido una vida mucho más larga sin haber vivido ni la mitad que tú!

Nos dejaste escrito: “Aprovecha cada rayo de sol, cada beso, cada sonrisa, cada palmada en la espalda. Si sabes apreciarlos habrás encontrado el camino de la felicidad. Si los ignoras bordearás el precipicio de lo insulso. De ti depende. Coge tus cosas”.

Amaste la vida, la disfrutaste, la apuraste hasta la última gota, y hora que ya no estás, nos queda tu recuerdo, y sobre todo nos queda tu ejemplo de vida. Difícil de seguir. Hermoso.

Hasta siempre, “Jitos”.

sábado, 30 de enero de 2016

¿Era Steve Jobs un gilipollas, señor Mulet?


Olivia Pilhar, Helena Lumbreras, Domenico Mannarino, Serge Bidart, María del Carmen Expósito…


¿Qué tienen en común todas estas personas? Ni idea, ¿no? Tal vez podamos aventurar una hipótesis: que son gente que no conocemos de nada.

medicina sin engaños-j.m. mulet-9788423349043Puede valer pero, ¿y si añadimos a la lista a Steve Jobs? A ese si le conocemos todos, así que la respuesta no nos vale.

Olivia, Helena, Domenico, Serge, María del Carmen y Steve ya no están entre nosotros. Ya tenemos una conexión. Todos ellos decidieron abandonar sus tratamientos médicos para abrazar “terapias naturales” o pseudomedicinas, y eso les llevó a la muerte.

Acabo de terminar de leer un libro de J. M. Mulet titulado “Medicina sin engaños. Todo lo que necesitas saber sobre los peligros de la medicina alternativa”. De entre todo lo leído en las trescientas cincuenta y tantas páginas del libro me quedo con una frase lapidaria (lo de lapidaria me ha salido sin querer, pero viene al pelo):

"Guíate por el principio de que si una terapia parece una gilipollez, realmente lo es"

Quizás esta frase no alcance nunca el olimpo de la poética, pero hay que reconocerle que encierra una verdad como la copa de un pino. Una verdad enorme y se diría que evidente, aunque por lo visto no lo debe de ser tanto, evidente, digo, a juzgar por el creciente número de creyentes y practicantes de esas “gilipolleces”, como las llama Mulet.

¿Está acaso insinuando que un tipo de inteligencia y aptitudes tan sobradamente demostradas como Steve Jobs era un gilipollas por pensar que renunciando a la medicina y tomando zumos de fruta iba a vencer el cáncer que lo llevó a la muerte?

La pregunta se las trae. Uno podría entender el fenómeno si los que se dejaran llevar por la gilipollez fuera gente que no tuviera sentido común ni conocimiento o, aunque los tuviera, que actuara arrastrada por la desesperación. Pero no. He visto con mis propios ojos a gente cercana “pasarse al lado oscuro” a pesar de no faltarles ni inteligencia, ni formación. Dar un paso, a veces de difícil retorno, para convertirse en víctimas de embaucadores que con un poco de suerte solo les aligerarán los bolsillos, y con un poco de menos suerte les robarán la salud…, y hasta la vida.

Gente aparentemente normal que reniega de las farmacéuticas de verdad y hace poderosas a pseudofarmacéuticas de mentiras, gente aparentemente normal que se obsesiona con lo natural y predica la curación de todos los males con dióxido de cloro, gente aparentemente normal que da por buenas así, sin más, sin el menor espíritu crítico, las “terapias” más delirantemente absurdas, que resultarían hasta cómicas si no fuera por los dramas que arrastran detrás.

El libro de Mulet es una excelente obra de divulgación que con un lenguaje sencillo y con las ideas claras, bien fundamentadas y bien documentadas nos acerca al conocimiento de todas esas llamadas medicinas alternativas, de sus mentiras y de sus peligros.

Dicen que más vale prevenir que curar. La lectura de Medicina sin engaños puede resultar un estupendo método que nos prevenga de caer en la tentación de creer en patrañas y engañuflas.

Un gran libro, señor Mulet. Enhorabuena y gracias.

Sinopsis:

Del autor del éxito Comer sin miedo, más de 10.000 ejemplares. El libro que desmonta la medicina alternativa. Las opciones al margen de la medicina tradicional son cada vez más numerosas -flores de Bach, aromaterapia, acupuntura-, a la vez que crecen las dudas sobre su fiabilidad. El profesor Mulet, bioquímico, y auto r de la aclamada obra Comer sin miedo, desmitifica las medicinas alternativas y pone en evidencia algunos engaños; muestra cómo ciertas prácticas constituyen un mero negocio a costa de la salud y el dinero de las personas que acuden a ellas. El autor aplica su foco crítico sobre ramas como el psicoanálisis, las llamadas medicinas naturales o la homeopatía, para separar el grano de la paja y ofrecer al lector criterios objetivos para discernir en qué medida se puede fiar. Además de citar casos tan sonados como los de Steve Jobs o Jimmy Wales, Mulet aplica el rigor científico y el lenguaje directo para advertirnos que ante un problema de salud hay que ponerse en manos de un buen profesional y no dejarse embaucar por falsas promesas. ''La homeopatía no tiene más eficacia que la fe que pongas en ella''. J.M. Mulet

domingo, 17 de enero de 2016

Reseña: Comer sin miedo, de J. M. Mulet

Comer sin miedo. Mitos, falacias y mentiras sobre la alimentación en el siglo XXI

Si el objetivo de este libro es, como se podría deducir del título, quitarle al lector el miedo a comer, conmigo no lo ha conseguido; y es que yo, si estoy falto de algo, sería tal vez de que me infundiesen un poquito de temor porque, hoy por hoy, me enfrento a la comida con arrojo y gallardía. Bueno, quizás deba reconocer que ante un plato de coles de Bruselas me acobardo, pero eso es un detalle sin importancia.


Lo del párrafo anterior lo digo medio en broma, medio en serio y, bromeando con lo que me gusta comer, me refiero al poco miedo que tengo a hacerlo, y digo miedo en el sentido al que se refiere el libro, del que hablaremos enseguida.

Por mi formación académica (que, por cierto, coincide esencialmente con la del autor), por mi experiencia profesional y por mis inquietudes personales, estoy más que familiarizado con el concepto de riesgo químico y sé distinguir medianamente bien una noticia que suene a ciencia de una que suene a fantochada…, y cuando no estoy seguro, si la cosa me interesa, procuro informarme más en detalle consultando fuentes serias. Todo este rollo es para explicar por qué no tengo miedo a los transgénicos, a los colorantes, a los conservantes ni a beber agua del grifo (a pesar de que muchos opinan que que el agua de grifo de mi barrio está contaminada nada más ni nada menos que con lindano).

Cada día, los medios de comunicación, la publicidad y, sobre todo, las redes sociales, nos bombardean con medias verdades y plenas mentiras sobre lo que debemos y no debemos comer y nos inundan con bulos y leyendas urbanas. Proliferan los apóstoles de falsas dietéticas, los conspiranoicos, los sinvergüenzas que se lucran de todo ello y los inocentes que pagan el pato con su dinero, en el mejor de los casos, o con su salud, en el peor.

J. M. Mulet es científico serio y divulgador de ciencia con conciencia que libra una apasionante cruzada contra falsos profetas, y en este libro en particular contra los que nos pretenden timar, en el ámbito de la alimentación, con miedos a lo inocuo, complementos que no complementan, "ecoleches" antiecológicas, dietas chungas y otras vainas del mismo pelo.

Mulet expone sus tesis con claridad y las respalda minuciosamente con fuentes bien contrastadas. Los embaucadores, por su parte, regurgitan las suyas, a menudo, entre aspavientos y las fundamentan en argumentos delirantemente surrealistas. En este combate tan desigual, en el que parecería lógico apostar por Mulet, da la impresión que cada vez más el público jalea a los embaucadores. ¿Cómo puede ser esto posible? Yo no lo sé.

Comer sin miedo engancha. Yo lo he leído con avidez, y eso que últimamente ando con muy poco tiempo para leer. Conocimiento de los temas, una cuidada documentación, buenas tablas en el mundillo de la divulgación y una enorme pasión son los mimbres que construyen un cesto sólido y contundente a la par que elegante y divertido. Ciencia de la buena puesta al alcance de cualquiera, incluido el más profano.

¿Qué son y qué no son los transgénicos?, ¿son buenos?, ¿comíamos mejor antes?, ¿es más sana la comida sin aditivos?, ¿son ecológicos los alimentos “ecológicos”?, ¿cuál es la composición química de un ped… (¡ups!, pero sí, hasta eso lo puedes descubrir en el libro).

Si no tienes ni idea de química ni de dietética, o estás en un “nivel de usuario”, en este libro encontrarás la respuesta a estas y otras muchas preguntas que seguro que te has hecho y, si no te las has hecho, sin duda ahora te interesarán.

Si eres de los que saben algo o bastante y te gusta informarte, aprenderás más de lo que ya sabes, podrás refrendar muchas de tus convicciones y tal vez se te caiga algún mito.

Seas quien seas, te recomiendo que leas el libro y que lo divulgues. Harás un bien a la sociedad.

También recomiendo la lectura del libro a los que han dado el salto definitivo al lado oscuro, a los convencidos, a los militantes, a los conspiranoicos, a los timadores…: alguno puede que vuelva a entrever la luz, y aunque el resto no tengáis remedio, en estas páginas encontraréis una buena argumentación para demostrar que J. M. Mulet es un siniestro agente a sueldo de Monsanto.

Enhorabuena por el libro, señor Mulet, y gracias por tu labor en pro del conocimiento.

Sinopsis:

¿Era mejor la comida de antes que la de ahora? ¿Es más sano comer ecológico? ¿Estamos consumiendo mucha química? ¿Nos envenenan los aditivos? ¿Son tan malos los productos transgénicos como nos quieren hacer creer? ¿Existen las dietas milagro o las píldoras mágicas para adelgazar? ¿Cómo será la comida del futuro? ¿Anda suelta por ahí alguna enzima que lo cura todo?En un momento en el que palabras como «natural», «ecológico» o «sin conservantes» inundan el etiquetado de los productos que compramos, Comer sin miedo ofrece un análisis¡ científico y documentado de la realidad de los alimentos y de sus supuestas virtudes. J. M. Mulet, experto en bioquímica y biología molecular, revela qué hay de cierto y qué hay de mito en la información que circula sobre lo que nos llevamos a la boca, desmontando con ironía y humor un sinfín de falacias y mitos. Radicalmente en contra de la demonización de la intervención humana en los alimentos, nos demuestra que hoy la comida es más segura que nunca en la historia de la humanidad, que por fin tenemos el privilegio de poder comer sin miedo.«Por mucho que te lo digan, la comida natural es un mito. Toda la comida es fruto de laselección artifi cial, de la mejora genética y por tanto de la tecnología. Por eso, en untomate tienes más tecnología que en un iPhone 5, y además es más barata, con lo que todos podemos disfrutar de ella.

El autor:

Profesor titular de biotecnología (área de bioquímica y biología molecular) en la Universidad Politécnica de Valencia, Director del Máster de Biotecnología Molecular y Celular de Plantas (CSIC-UPV) e investigador en el Instituto de Biología Molecular y Celular de Plantas (IBMCP) un instituto mixto que depende del CSIC y de la UPV. Divulgador de temas relacionados con la biotecnología y la alimentación. Autor de "Comer sin Miedo" y "Medicina sin Engaños" (Destino) y de "Los productos naturales ¡vaya timo!" (Laetoli).

martes, 12 de enero de 2016

Reseña: El diario de los madelmanes, de Jon Díez de Ulzurrun

Tuve la suerte de vivir mi infancia en los tiempos en los que los juguetes electrónicos todavía no existían y los chavales pasábamos casi todo nuestro tiempo libre al aire ídem, jugando a cosas salvajes y primitivas, que incluían correr, saltar, tirarnos piedras, arrastrarnos por el suelo jugando a las canicas y al hinque, hacer tirachinas con muelles de somier, subir a los árboles, etc., y todo ello sin casco, coderas ni rodilleras. Tiempos en los que un lametón y un pañuelo doblado en triángulo y anudado alrededor de una rodilla o un codo era el remedio universal para cualquier herida media. Para las heridas más gordas teníamos aquella mercromina roja que lucía como una medalla al mérito.

Pero no todo era jugar. En aquella época los chavales teníamos que tomar decisiones importantes. Teníamos que tomar partido. En materia de muñecos, o eras de Madelmán o eras de Geypermán; o eras de Airgamboy de Famobil (en mis tiempos Playmobil y Famosa se unieron y de ahí el nombre). Yo lo tuve siempre muy claro: Madelmán y Airgamboy. No había color.

Estas navidades he tenido la fortuna de recibir un regalo muy especial: el que posiblemente era el último ejemplar en el mercado del libro El diario de los Madelmanes, de Jon Díez Ulzurrun (Txuflash Ediciones, 2015). Digo libro pero es algo más que un libro. Es una verdadera enciclopedia del Madelmán.

Tapas duras, cuidado diseño, más de cuatrocientas páginas de papel satinado y grueso con miles de fotografías y textos sobre todo lo que un nostálgico de estos históricos muñequitos podría querer saber: cada modelo y cada complemento, la historia, el proceso de fabricación, anécdotas, catálogos…

El autor de esta maravilla es Jon Díez de Ulzurrun, un “loco” de los madelmanes cuya pasión le ha llevado a atesorar una colección que incluye todos los modelos que se fabricaron y, no contento con eso, se ha embarcado en la descabellada aventura de crear un libro como el que tengo entre las manos, con sus propios medios y supongo que con un esfuerzo inimaginable.

Cuando uno reseña un libro, suele terminar recomendando o “desrecomendando”  su lectura. Yo, en este caso, voy a ir un poco más allá y voy a finalizar dando las gracias a Jon. Unas gracias enormes por el esfuerzo y el cariño que ha puesto en este regalazo que nos ha hecho a los que recordamos nuestra infancia con unos cuantos madelmanes entre las manos.

Enhorabuena, Jon.

domingo, 20 de diciembre de 2015

Digo Ciencias Naturales, digo Paula Hertzog

Decía en mi último artículo del blog que como no entiendo ni papa de cine, más allá de saber si me ha gustado o no una película después de haberla visto, no suelo escribir, ni opinar, sobre el séptimo arte. Hace una semana escasa que escribí esto, así que mis conocimientos siguen siendo igual de escasos.

Sin embargo, vuelvo a escribir de cine. Ayer, mientras medio planeta estaba pendiente del reciente estreno de la “película del milenio”, enésima entrega de La guerra de las galaxias, supermegaproducción donde las haya, yo estaba viendo una película argentina que había caído en mis manos por pura casualidad, y es que por estas “longitudes” el cine argentino no se prodiga demasiado, salvo que sea alguna peli que venga con la tarjeta de presentación de alguna celebridad conocida por aquí, como el gran Ricardo Darín.

La película: Ciencias naturales; el director: Matías Lucchesi; las protagonistas: Paula Hertzog y Paola Barrientos.

Una película breve (apenas dura 100 minutos), lenta e intimista... Me gustaría poder seguir con este párrafo y hacer una crítica sesuda e inteligente sobre la peli pero, como ya he dicho, no entiendo del tema, así que me abstendré, por el bien de todos.

No me he podido resistir a hacer un comentario sobre Ciencias naturales, porque en ella hay algo sensacional. Sin desmerecer la más que notable interpretación de Paola Barrientos, la actuación de la jovencísima Paula Hertzog se sale de la pantalla.

Una mujercita enorme para ser tan joven, a la que le sobran el guión y los espectaculares y desolados paisajes en los que transcurre la trama, porque con una mirada a la cámara es capaz de cautivar al espectador más exigente.

El cine está de enhorabuena: tiene a Paula Hertzog para rato.