jueves, 12 de mayo de 2016

Algún día serás yo, relato de Eduardo Alzola

El hombre sonríe satisfecho. Cierra la puerta tras de sí, se alisa la pechera de la americana –no le hace falta, está impecable– y avanza decidido hacia el ascensor. Aún resuenan en sus oídos las felicitaciones y el aplauso de la junta directiva en pleno. El presidente de la compañía ha venido desde Japón a estrechar su mano, y eso no es algo que pase todos los días, pero es que hoy no es un día cualquiera. Hoy es el día en el que el hombre ha cerrado la firma de un acuerdo comercial multimillonario que les abrirá las puertas del mercado norteamericano.


A esa hora de la tarde el piso ochenta y cinco del colosal edificio de la compañía es un bullir de gente que va y viene apresuradamente, y los ascensores suben y bajan sin cesar, abarrotados. 

El hombre se siente incómodo en el ascensor. No le gusta que invadan su espacio y hay demasiada gente. El aire apesta a sudor y a colonia mala. Eso le repugna. Él siempre huele a perfume caro. Queda un buen trecho hasta llegar abajo, así que se entretiene evaluando a sus compañeros de viaje. No les mira a la cara, sino a los pies. Siempre ha pensado que la mejor manera de juzgar a una persona es observar sus zapatos. No hay gran cosa. Casi todos son zapatos de hombre, baratos y gastados. Zapatos baratos de hombres que visten trajes baratos buscando una elegancia que no terminan de encontrar. También hay dos mujeres. Una de ellas no parece diferente de sus compañeros varones. Los zapatos de la otra no están del todo mal. Probablemente tenga un buen puesto. No recuerda haberla visto antes. Levanta la vista y lo que ve confirma sus hipótesis. Tuerce el gesto. Se ajusta los gemelos. Siempre se ajusta los gemelos cuando se siente incómodo. Se arregla el nudo de la corbata, consciente de que ese trozo de seda italiana cuesta más que todo lo que llevan encima el resto de los ocupantes del ascensor.

Al llegar abajo sale precipitadamente y se aleja de toda esa gente. Afuera hace fresco pero ha dejado de llover. Un tipo aprovecha el monumental atasco para intentar vender pañuelos de papel a los conductores. Va cantando coplillas a voz en grito. De vez en cuando consigue arrancar alguna sonrisa con sus ocurrencias y, menos de vez en cuando, alguna moneda. Mucho cobre y poco níquel. El hombre se dirige calle abajo hacia la parada de taxis sin prestar atención al vendedor. 

Junto a la entrada de la galería comercial un mendigo pide limosna en silencio. Está sentado en el suelo, con la cabeza gacha y las manos apoyadas sobre las rodillas. El hombre lo mira con menosprecio. Le asquea la gente que intenta vivir del cuento. Vagos y maleantes que pretenden justificar su inutilidad y su indolencia buscando culpables en la sociedad, en los otros, siempre son los otros. Malditos parásitos que se escudan en la crisis para justificar su holgazanería, piensa.

Al pasar a su lado, aprisa, algo llama su atención. Son los zapatos del mendigo. Unos zapatos caros, bien cuidados, limpios, lustrosos. El hombre detiene su marcha por un instante, perplejo, y se queda mirando al mendigo, que levanta la vista hacia él. Durante unos segundos sus miradas se cruzan.

–Algún día serás yo –le dice el mendigo con una voz grave y serena.

El hombre siente que un escalofrío le recorre la espalda. Sin saber qué hacer decide retomar su camino. Huye sin mirar atrás y busca refugio en un taxi que lo lleva hasta su casa.

–Buenas tardes, señor.

El hombre devuelve una respuesta lánguida e ininteligible y pasa de largo. No le interesan las chácharas ni los cotilleos del portero. En el ascensor respira hondo e intenta relajarse, pero las palabras del mendigo no dejan de dar vueltas en su cabeza. ¿Qué quiere decir este galimatías? Algún día serás yo. Seguro que no es nada. Será un loco, tendrá el cerebro derretido de beber alcohol de garrafa y de esnifar pegamento.

Seguro que es un loco, se repite mientras observa impaciente la pantallita que va marcando los pisos a medida que el ascensor se eleva. Parece que no va a llegar nunca. Seguro que es un loco, pero cada vez que intenta convencerse vuelve a ver en su cabeza, como si la tuviera delante, la mirada del mendigo. No es la mirada de un loco, sino una mirada serena e inteligente que no parece encajar con un rostro curtido y maltratado por la mala vida, ni con una barba descuidada de meses, ni con una ropa mugrienta y hedionda, ni con unas manos callosas de uñas negras que más que uñas parecen garras. Los zapatos, los zapatos son lo que no cuadra, porque los zapatos sí casan con la mirada. Siempre ha pensado que los zapatos lo dicen todo sobre la persona, y ahora...

Entra en su piso, un enorme dúplex de lujo con espectaculares vistas de la ciudad. De forma automática se dirige al ordenador y lo enciende. Le quedan varias horas de trabajo antes de permitirse unas pocas horas de sueño. No habría llegado hasta donde está si hubiera dedicado las noches a descansar. Como cada día se prepara un güisqui, pero el de hoy es doble y lo apura de un trago. Se prepara otro para más tarde y deja la botella fuera, por si acaso.

Se pone cómodo, se sienta en su escritorio, ante el ordenador, y conecta un disco duro portátil. Abre un cajón y saca un cofrecito de plata lleno de un polvo blanco que no parece azúcar. En un elegante estuche de terciopelo tiene guardado el instrumental: una placa de vidrio, una cucharita, una espátula y un canutillo de metacrilato. Mientras se prepara un par de rayas sigue dándole vueltas a las palabras del mendigo. Algún día serás yo, algún día serás yo, algún día serás yo...

Le está fallando el pulso. Está nervioso. Agarra el vaso y hace desaparecer el licor en un santiamén. ¿Qué le ha querido decir el condenado mendigo? Está seguro de que nunca podrá llegar a ser como ese desgraciado. Desde siempre ha trabajado duro para labrarse un futuro que ahora es presente. Ha logrado hacer realidad todos sus sueños. Es feliz...

Abre un cajón en busca de no sabe qué y lo que encuentra es un retrato que lleva ahí encerrado mucho tiempo. Es la foto de su mujer..., su ex mujer. Cuando tuvo que elegir entre el éxito profesional y el amor, eligió el éxito. La quería. A menudo la echa de menos pero intenta no pensar en ella. También perdió a sus amigos. Tampoco ve demasiado a su familia. Está solo.

El hombre se inclina hacia adelante, toma el canutillo de metacrilato, se lo coloca en la nariz y aspira con fuerza. Siente como un fogonazo en el cerebro. Cierra los ojos con fuerza esperando un torrente de placer pero lo que le viene es una arcada. Dentro de su cabeza se empiezan a dibujar unas imágenes que se convierten en secuencias que pasan a cámara rápida. Son escenas de su vida pero no recuerda haberlas vivido. ¿Será su futuro? El hombre se ve a sí mismo volviéndose hacia el ordenador, y trabajando, y bebiendo, esnifando y volviendo a beber, y corriendo al trabajo después de una noche sin sueño, y aguantando el estrés a base de fármacos, y comiendo poco y mal, y bebiendo, y esnifando, y pasando otra noche sin dormir, y otra y otra... El hombre se ve a sí mismo demasiado cansado, cometiendo errores en el trabajo y amañando datos para cubrirse, poniendo excusas, fallando, fallando, fallando. Y se ve bebiendo, y bebiendo, y tratando de olvidar que ya no tiene trabajo, y que está solo, y que ha perdido su flamante dúplex, y que no tiene adonde ir. Su vida entera cae en un oscuro pozo de desesperanza y se ve sucio, harapiento, y obsesionado por mantener sus zapatos limpios y lustrosos. Sus zapatos. Es lo único que le queda de lo que un día fue.

El hombre abre tanto los ojos que parece que se le van a salir e inspira con fuerza, como si quisiera respirar de golpe todo el aire de la habitación. Mira a su alrededor para comprobar que todo está allí, su ordenador, su botella de güisqui carísimo, su traje perfectamente colocado en el galán de noche y junto a él sus zapatos. Se lleva las manos a la cara y comprueba que su afeitado es perfecto. Todo está bien.

Suspira. Agarra el cofrecito de plata y lo tira a la papelera con todo su contenido. Apaga el ordenador y se acuesta. Intenta dormir preguntándose si ha valido la pena.

–Tengo que recuperar mi vida –es lo último que piensa el hombre antes de quedarse dormido.

2 comentarios:

  1. Es muy curioso, Eduardo. Y además inquietante. Y me ha dejado una sensación de inquietud- que era lo que se pretendía, claro-.
    Un placer leerte.

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  2. Un placer que me leas, Alena.
    Un abrazo.

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