Sí, lo sé: el título que acabas de leer suena un tanto raro,
pero yo tengo que avisar. Tengo que contar mi caso para que aquellos que
decidan arriesgarse sean conscientes de lo que les puede pasar.
Ha sido ponerme a leer a Ramón Betancor y empezar a notar
cambios, síntomas, no sé…, cosas raras. De entrada me han salido gafas de pasta
y barba (porque el de la foto que acompaña a este texto no es el autor
reseñado, no; soy yo). Y no es que me importe demasiado. Las gafas te dan ese
aire intelectual que puede resultar tan útil en los ambientes literarios y, la
barba, pues bueno, la cuestión es que además de estar de moda no hay mejor
opción para disimular un poquito la papada. Pues eso, que yo tan feliz, pero
tengo que avisar, sobre todo a las chicas, por lo de la barba sobre todo, que en su caso, si les pasa, podría ser más problemático.
Ensuelizarme no puedo decir que me haya ensuelizado leyendo a Ramón, porque el suelo ya era gran parte de mi vida antes de todo esto. ¿Qué
sería de mí sin el suelo? Pero esa es otra historia que ahora mismo no viene al
caso.
Otro efecto: me he hecho fan. La cosa va para trilogía y ya
tenemos dos. Yo solo he leído la primera novela, Caídos del suelo, y tengo
pendiente la segunda, pero por falta de tiempo, no de ganas.
¿Hasta dónde estarías
dispuesto a caer y dejar caer para que tus libros sean los más leídos, tus
canciones las más escuchadas o tus cuadros los más admirados? El autor nos
lanza esta pregunta desde su página web, y es que la novela gira en torno a esa
cuestión. La historia va de literatura. El protagonista es un escritor y ese es
su dilema.
Ese es su dilema y esa es la excusa que Ramón Betancor
utiliza para arrastrarnos a acompañar a su protagonista y paisano, Mario Rojas,
en una aventura vital fascinantemente intrigante o, tal vez, intrigantemente
fascinante. Leyendo la novela uno no puede evitar plantearse la pregunta e
intentar responderla, pero no resulta fácil calibrar los límites de uno mismo,
dónde encontraría el equilibrio entre la dulzura de los éxitos alcanzados y el
amargor del precio a pagar por ello.
La historia va de literatura, y eso la hace más fascinante e
intrigante para los que frecuentamos el mundillo (que además nos preguntamos,
al menos yo, no sin su miajita de morbo, si no tendrá la historia algo de autobiográfica,
je, je…, es broma). De todas formas, la reflexión se podría aplicar
perfectamente a cualquier otro ámbito de la vida en el que alguien pueda perseguir
el éxito, y no es un tema precisamente ajeno a los tiempos que vivimos, en los
que la carrera hacia el éxito y el poder de algunos parece no conocer cortapisa
ni pudor.
Mucha reflexión para una novela, pero eso no le quita un
ápice de interés. Caídos del suelo es una novela muy bien escrita, original,
que se lee con interés creciente y con el aliciente de acompañar a unos
personajes que resultan tremendamente cercanos por bien construidos. Crece y crece
el interés hasta que al final…, ¡catapum!, pues eso: el final. Inesperado es
poco decir, pero no voy a contarlo. Lo leéis.
Yo, por mi parte, ya estoy deseando continuar con la segunda
entrega.
Caídos del Suelo cuenta la historia de Mario Rojas, un
escritor al que sus ansias de publicar le llevan a intentar saldar la deuda que
un amigo ha contraído con El Clan, una organización secreta que se lucra con el
trabajo de artistas a quienes promete poderes mágicos, enseñándoles cómo
alimentarse de los sentimientos y las almas de quienes les rodean, para crear
así obras increíbles. El amor, el sexo, el dinero, el poder, la amistad, la
traición, las dudas y el paso de los años, forman también parte indesligable de
esta intriga que nos invita a reflexionar sobre cuál es el precio que muchos
artistas están dispuestos a pagar por llegar a lo más alto. La trama comienza
en 1982 y finaliza en 2012, fecha en la que el lector asistirá al desenlace,
con un giro sorprendente y un final inesperado.
De acuerdo, Betancoriza.
ResponderEliminarY la segunda, más.
Tendré el placer de presentarla- la segunda- el 18 de junio, en la Librería Rafael Alberti. Y tengo muchas preguntas que hacerle...
Un abrazo, Eduardo.