El viejo sabio tenía la costumbre de dar largas caminatas por las afueras de su ciudad, huyendo del bullicio para perseguir el silencio y la quietud que requerían sus cavilaciones y filosofías.
Una mañana, mientras caminaba por una llanura árida, casi desértica, se topó con un hombre semidesnudo, inmóvil, que yacía sobre una gran roca plana.
—¿Qué haces? —le preguntó el viejo.
—Espero —contestó lacónico el hombre.
—¿Y a quién esperas? —insistió el sabio—, no parece que por aquí pase demasiada gente.
—Espero a la Muerte.
—¿Por qué quieres morir?
—Porque no tengo vida.
—¿Cómo que no tienes vida?, yo te veo muy bien. Tu aspecto es saludable.
—Tengo buena salud, sí, pero por dentro estoy vacío.
—¿Cómo es eso? —el sabio estaba intrigado.
—Yo tenía una vocación. Desde muy joven quise ser científico. Trabajé duro, muy duro, y por el camino fui dejando de lado todo lo demás: familia, amigos, aficiones…
—¿Lo conseguiste?
—Lo conseguí. Llegué a ser un científico respetado y pude hacer algunas cosas buenas por la comunidad.
—Y, ¿eso no te llenó?
—Me llenó, sí, pero no duró mucho —el hombre cerró los ojos y una lágrima corrió por su mejilla—. Las cosas cambiaron en la ciudad. Los gobernantes se rodearon de consejeros ignorantes que me despreciaron y humillaron, igual que despreciaron y humillaron a muchos otros para ocultar su ignorancia y su falta de vergüenza.
—Y los gobernantes…, ¿no hicieron nada?
—Los gobernantes se acomodaron a la ignorancia y la displicencia, a la placidez de no saber. Y nos desterraron. Por eso estoy vacío. Ya no me queda nada. No me compensa vivir. Por eso estoy esperando a la Muerte.
El viejo se alejó lentamente, cabizbajo y pensativo. Caminó trabajosamente hasta alcanzar un altozano desde el que se dominaba buena parte de la ciudad. Entornó los ojos y se protegió con las manos del sol cegador. Desde allí podía contemplar las calles intrincadas, la plaza, el palacio, el templo…
Se quitó la túnica y se tumbó sobre una gran roca plana…, y se dispuso a esperar.