domingo, 31 de julio de 2016

Exposición de muertos loncheados en Bilbao

Cuando, hace unos cuantos años ya, oí hablar por primera vez de la plastinación me pareció un asunto extremadamente interesante desde el punto de vista científico y se me planteó, como a muchos, una cuestión sobre los aspectos éticos de la utilización de cadáveres u órganos humanos reales “plastificados” en exposiciones públicas.

Para quien no conozca la técnica, la plastinación consiste en la sustitución de los fluidos biológicos de un material biológico por resinas sintéticas y otros productos químicos que permiten su preservación. Esta técnica se puede aplicar a cuerpos completos, humanos o animales, a órganos, vísceras, etc.

La técnica, no cabe ninguna duda, supone una herramienta muy útil para la ciencia, al permitir la conservación y manipulación de materiales biológicos para estudios anatómicos, fisiológicos, médicos, etc.

La cuestión ética surge cuando la plastinación se destina a la exposición pública de cadáveres y órganos humanos, como sucede en la exposición “Human Bodies” que actualmente se puede visitar en Bilbao. ¿Es un destino digno para alguien que dona su cuerpo a la ciencia andar por ahí siendo expuesto a la curiosidad de cualquiera que pague una entrada para verlo todo reseco, desnudito, pelado y, en ocasiones, desmembrado o incluso loncheado?

La respuesta a esta pregunta no es en absoluto sencilla. Habrá gente con una concepción muy clara de la vida y de la muerte que no albergue dudas al respecto, tanto para responder que no, algunos, como que sí, otros. Yo, qué queréis que os diga, no lo veo ni blanco ni negro, por lo que responder me resulta complejo.

Así que para responderme a mí mismo me fui a la exposición, pagué mi entrada, cogí mi audioguía y me sumergí en el mundo de los muertos plastificados y loncheados. Nada mejor que ver y sentir para poder opinar.

La exposición está distribuida en varias salas, con vitrinas numeradas lo que, con la ayuda de la audioguía, permite una visita ordenada que, empezando por un embrión de cuatro semanas, va recorriendo la anatomía y fisiología humana desde un punto de vista eminentemente didáctico y divulgativo.

Si consideramos que la dignidad de una exposición depende de quien expone, de lo que se expone, y de quien visita la exposición, a mí me pareció una exposición muy digna. Había visitantes de casi todas las edades (no había niños, cuyo acceso ignoro si está permitido, aunque creo que podría estarlo sin mayor problema) y de diversas procedencias geográficas, a juzgar por los acentos e idiomas, recorriendo las vitrinas en un respetuoso silencio y con un patente interés en lo que veían y escuchaban.

Es cierto que todo el material que se exponía (o tal vez casi todo) podría ser fabricado en materiales sintéticos, con las actuales tecnologías, reproduciendo los cuerpos y órganos probablemente incluso con una fidelidad mayor a sus homólogos vivientes, ya que los materiales plastinados, por muy bien que se preparen, pierden “frescura”. Probablemente podría hacerse, pero no sería lo mismo. Perdería su fuerza y el impacto emocional sobre el visitante.

Me vuelvo a plantear la pregunta: ¿Es un destino digno para alguien que dona su cuerpo a la ciencia andar por ahí siendo expuesto a la curiosidad de cualquiera que pague una entrada para verlo ahí, todo reseco, desnudito, pelado y, en ocasiones, desmembrado o incluso loncheado? Ahora ya tengo una respuesta. Si se hace como se tiene que hacer, como es el caso, rotundamente sí.

Me gustó mucho la exposición, aunque ya que estamos, me gustaría dejar un par de comentarios sobre un par de aspectos que se podrían mejorar:

La entrada no invita en absoluto a visitar en la exposición. Es oscura y la fachada está decorada con unos carteles poco sugerentes. Por otro lado, a pesar de que las audioguías ofrecen un buen menú de idiomas, los carteles de la exposición están escritos únicamente en español y euskera. Teniendo en cuenta que Bilbao se está volviendo una ciudad bastante turística y que los textos son bastante breves, no hubiera estado de más ponerlos al menos en inglés y francés. Por último, eché en falta algo que esperaba encontrar como imprescindible en una exposición de cuerpos plastinados: una explicación de la propia técnica.


Por lo demás, una exposición magnífica. Recomendable.

sábado, 9 de julio de 2016

El jardín de la memoria, de Lea Vélez

Un marido que se muere, las cartas desde el hospital de su hermano niño que murió hace más de cincuenta años, un heroico fotógrafo republicano español, prisionero en Mauthausen y testigo clave en el juicio de Núremberg.

¿Esto qué es? ¿Una novela? ¿Un collage de relatos biográficos medio inconexos? ¿No tan inconexos, tal vez?

Llegué a Lea Vélez a través de feisbuc, no recuerdo cuándo ni por qué. De entrada reparé en los siempre sorprendentes diálogos con sus hijos, entre lo científico, lo filosófico y lo surrealista. Al principio me resultó algo…, no sé cómo definirlo. Digamos chocante; pero luego me he ido enganchando un poquito.

Todo lo que se cuenta en el libro es real. La autora desnuda su alma relatando algo tan íntimo como los últimos días de la vida de su marido, y lo hace de cara y sin tapujos. En el párrafo anterior he utilizado el término chocante, y lo vuelvo a recuperar aquí. Chocante. Si hubiera leído el libro hace un año me habría resultado bastante chocante cómo relata Lea su experiencia. Primero porque el hecho en sí mismo de hablar de la muerte, no de la muerte de un personaje de novela, sino de la muerte de alguien real, de alguien cercano, es algo como muy tabú. Segundo, porque la naturalidad con la que cuenta las cosas, desde la acción más cotidiana hasta el sentimiento más profundo resulta, cuando menos, sorprendente por inusual.

Pero sucede que no leí este libro hace un año, sino que lo he hecho a lo largo de la última semana, y para entonces la muerte había cambiado ya mi concepción de la vida.

Hace 137 días murió mi hermano. Una enfermedad devastadora se lo llevó en un puñado de meses y desde entonces la muerte se ha colado en un bolsillo de mi chaqueta. Cuando la miro a los ojos ella me hace un guiño, aunque la mayor parte del tiempo procuro olvidarme de que está ahí y me limito a tenerla vigilada, de vez en cuando, por el rabillo del ojo. Al fin y al cabo tampoco es para tanto. Morirse, digo, como tampoco es para tanto vivir.

Un día no conseguirá levantarse del sofá, otro día ya no logrará levantarse de la cama, irá estando más y más cansado y al fin… un día no tendrá fuerzas para abrir los ojos.
Esta es una frase del libro. ¡Cuántas cosas en común! La muerte inexorable, temida y esperada, ese apagarse poco a poco, ese shock de enfrentarse a la idea de una cama articulada, que en mi caso fue silla de ruedas, esa preocupación mundana, pero necesaria, por el impertinente papeleo que siempre sucede a la muerte. Y esos sentimientos y pensamientos de los que nunca hablamos pero que Lea escribe sacudiéndose el pudor. Una lección de vida; una lección de muerte.

Cuando leo una novela, me traslado a otros mundos, a otras épocas, a otras vidas… Con cada página de El jardín de la memoria, sin embargo, me he sentido en casa, haciendo un viaje interior a lo más recóndito de mis entrañas, guiado por una cicerone de lujo, con el doloroso placer de compartir intimidades tan profundas con alguien a quien ni siquiera conozco en carne mortal.

No soy bueno escribiendo reseñas, y esta me ha quedado especialmente fatal, deslavazada y anárquica, y ni siquiera he hablado de la novela. A quien le interese, que lea otras críticas, que hay muchas y muy buenas por ahí. La recomiendo vivamente a todo el mundo, pero yo me quedo con el sentimiento que, en mi caso, ha eclipsado lo literario, que también lo hay, y muy bueno, por cierto.

Empecé a leer este libro con grandes expectativas. Pensaba que sería como montar en un avión a reacción y me he visto a bordo del Enterprise surcando galaxias y atravesado agujeros de gusano.

Gracias, Lea.

Sinopsis:

Fue un otoño extraordinario. El otoño en el que tú me enseñaste a vivir y yo te enseñé a morir. Durante la última aventura, filosofamos, investigamos, leímos las viejas cartas de tu hermano Stephen. Las cartas que relatan una época y un pasado familiar. Gracias a una antigua foto en un sobre con matasellos de Sheffield, encontré respuesta a la dudosa paternidad de Gill. Me encanta hacer de detective. Las cosas de Stephen siguen en la buhardilla, metidas en sus cajas de bombones y a veces las saco y releo una poesía del cuaderno infantil. Allí, en la Inglaterra de 1957, estaban las respuestas y mientras yo escribía este Jardín transcribiendo cartas amarillas por el tiempo, tú lograste perdonar. Pienso en la sonrisa del otro protagonista de este relato: Francesc Boix. Te fascinó la vida del republicano español, testigo de Nuremberg, fotógrafo de guerra. Yo te contaba sus hazañas, que están en esta novela y que no sé si es novela porque todo lo que se cuenta en ella sucedió de verdad.

Ese verano volvimos a Malmesbury. Tenías razón. No existe un lugar con más encanto en Inglaterra. Los niños se disfrazaron de caballeros y cruzaron aceros de plástico en los jardines de la abadía. Hicimos un pic-nic. Entre saltos, tumbas de piedra, juegos y merienda, esparcimos tus cenizas bajo un roble centenario. Entro de nuevo en este otro jardín, El jardín de la memoria, ojeo sus páginas, riego con cuidado el primer beso que nos dimos y ese último que a veces es como el primero de un nuevo cariño real, invisible. Ahora estás hecho de un aire que empuja con constancia mi columpio. Subo y bajo, y veo más allá de los campos y de los tejados, entendiendo cómo hay que vivir. Tres años después de aquel otoño extraordinario, me siento plena, sabiendo que ganamos y que había que contarlo. Para demostrar lo que digo, aquí está nuestra historia.

Lea Vélez:

Nació en Madrid en 1970 al cobijo de una familia fanática de la literatura. Tras estudiar Periodismo en la Complutense, se dio cuenta de que además de observar, analizar y escribir, le apasionaba el cine. Por eso decidió convertirse en guionista de ficción. Su tercera pasión es y ha sido siempre la música. Hoy, las teclas de su ordenador cargan ya con más de seiscientas horas de ficción televisiva. En 2004 se editó su primera novela, El desván (Plaza y Janés), escrita en colaboración con Susana Prieto, de la que se publicaron seis ediciones. En 2006 repitió la experiencia de escribir a cuatro manos con su segunda novela, La esfera de Ababol (Planeta). En 2008 escribió, también con Susana Prieto, la obra teatral Tiza, divertida sátira sobre la educación, que fue galardonada con el premio de Teatro Agustín González. En mayo de 2014 publica, ya en solitario, La cirujana de Palma (Ediciones B). Lea Vélez tiene fuertes lazos con Inglaterra y pasa largas temporadas en la ciudad de Brighton, donde encuentra inspiración junto al mar y buenos amigos con los que tocar música en directo. El jardín de la memoria es un emocionante testimonio de amor, por puro amor. Un canto a la vida y a la libertad.


Fuente: www.galaxiagutenberg.com

sábado, 2 de julio de 2016

El retrato de Irene, de Alena Collar


Ya he escrito antes en mi blog sobre Alena Collar. Reseñé un libro de relatos cortos: Estampaciones, y su primera novela: El chico de la chaqueta roja.


Y como dicen que no hay dos sin tres, aquí llega la tercera reseña. Le toca el turno a la segunda novela de Alena:


El retrato de Irene


¿Por qué leo a Alena Collar? Algo adelantaba yo en mi entrada sobre estampaciones:

No conozco a Alena Collar en persona. Me crucé con ella por casualidad en el feis y reconozco que me quedé un tanto enganchado a su carácter, a su sinceridad descarnada y brusca (lo que sería sinceridad a secas si la sinceridad sinceridad no fuese un bien tan escaso en nuestros tiempos)”.

Las cosas han cambiado entre nosotros, y lo dicho entonces ha dejado de ser cierto. Alena sigue siendo directa, roja, y continúa haciendo gala de esa sinceridad descarnada que algunos tildan de bordelería. Eso sigue igual, y que no cambie. Lo que ya no es lo mismo es lo primero, porque ahora sí nos conocemos en carne mortal. Suerte la mía y chínchese la concurrencia.

Pero vamos con la novela, que siempre me enrollo y no arranco.

Una edición cuidada y agradable, con una portada limpia y sobria, casi minimalista, sin más ilustración que un marco sin retrato. Y es que aún es pronto para que el retrato de Irene se nos revele. Hay que leer.

Primera página. ¡Ay madre! Frases muy cortas en párrafos muy cortos. Me incomoda. Por lo que sé de la novela, va a tener mucho de retazos y mucho de puzle, y si esto sigue así me quedan trescientas páginas de incomodidad.

Narra la historia un tal Álvaro, que comparte con Alena —no parece casual—, además de las dos primeras letras del nombre, año de nacimiento, formación y oficio. Yo me atrevería a decir que comparten mucho más.

Segunda página. Tranquilos, queridos lectores, que no voy a ir página a página. Me centro. La alternancia de voces y épocas a menudo es un malabarismo difícil de llevar con gallardía en una novela. La cosa no es fácil, y a veces hay que ayudar al lector mediante el uso de diferentes tipos de letra, cursivas, líneas de separación, títulos y títulos de capítulos y capítulos porque, sin algo de eso, el lector no se aclara.

Pues, como decía, acometo la segunda página con precaución, y compruebo que Alena no usa ninguno de esos artificios. El relato y yo saltamos de Madrid a Santiago de Chile, del hoy al ayer —un ayer que no transcurre necesariamente en orden cronológico—, de la voz de Álvaro, centrada y decidida aunque algo confundida, a la de Irene, sesgada, entrecortada y ocultadora. El relato y yo saltamos de aquí —o de acá, según desde dónde se mire— para allá pero yo ya no estoy incómodo. Me gusta, porque Alena demuestra que es la malabarista que requiere este tipo de historias, y me conduce diestramente a su través.

Los párrafos se alargan en un estilo que cautiva y una historia que te enreda para construir una novela ciertamente espléndida en la que las piezas del puzle se van encajando, en dosis bien medidas para mantener la intriga, hasta el desenlace final que transcurre, mire usted que bien, en mi Bilbao.

Últimamente, por desgracia, tengo muy poco tiempo para leer, pero ya he leído media novela y no puedo dejarlo. Tengo un viaje a Barcelona. A veces utilizo el avión para adelantar algo de trabajo, a veces veo una película, a veces leo. Esta vez lo tengo claro. Toca leer. Me fulmino lo que me queda de novela y el viaje se me pasa en un suspiro.

Enhorabuena, Alena, y gracias por esta gran obra. Un nuevo y estupendo libro en mi estantería y una mujer extraordinaria y nueva amiga en mi corazón.

Sinopsis:


El retrato de Irene es una historia coral, un tapiz a construir, una memoria de otros y de la propia Irene.


Cuando Álvaro, su nieto, a la muerte de esta, regresa a la casa familiar para venderla, desconoce que va a emprender un viaje; un viaje a través de los años y los recuerdos tanto de Irene como de quienes la rodearon.

Pero también desconoce que, al conocerlos, va a completar no sólo el retrato de Irene, sino el suyo propio, de dónde procede, el porqué de los silencios que le han rodeado, y sobre todo qué significa la Belleza en alguien que asistió a su crepúsculo.


La autora:


Alena Collar (Madrid, 1960). Licenciada en Periodismo. Profesora jubilada de Lengua castellana y literatura, directora de Alenarte Revista, revista digital de arte y literatura. Es autora de los libros: La Casa de Alena (2003), Teatrerías (2005), Estampaciones (2009), El chico de la chaqueta roja (Tenerife, 2014) y El retrato de Irene (Tenerife, 2016). Ha participado en diversas Antologías literarias, siendo la más reciente Cosecha de Verano (2013) y en la revista digital Espacio Luke (verano 2013 y septiembre 2013).Tiene publicados seis inencontrables poemas en la Editorial CLA de Bilbao allá por 1980.
Su blog personal: La Bitácora de Alena http://alenacollar.wordpress.com/

Es aficionada al arte, la fotografía, la música e impenitente lectora, escribe porque no sabe dejar de hacerlo y todavía usa el bolígrafo para muchos de sus textos.