Un marido que se muere, las
cartas desde el hospital de su hermano niño que murió hace más de cincuenta
años, un heroico fotógrafo republicano español, prisionero en Mauthausen y
testigo clave en el juicio de Núremberg.
¿Esto qué es? ¿Una novela? ¿Un collage de relatos biográficos medio
inconexos? ¿No tan inconexos, tal vez?
Llegué a Lea Vélez a través de feisbuc,
no recuerdo cuándo ni por qué. De entrada reparé en los siempre sorprendentes
diálogos con sus hijos, entre lo científico, lo filosófico y lo surrealista. Al
principio me resultó algo…, no sé cómo definirlo. Digamos chocante; pero luego
me he ido enganchando un poquito.
Todo lo que se cuenta en el libro
es real. La autora desnuda su alma relatando algo tan íntimo como los últimos
días de la vida de su marido, y lo hace de cara y sin tapujos. En el párrafo
anterior he utilizado el término chocante, y lo vuelvo a recuperar aquí.
Chocante. Si hubiera leído el libro hace un año me habría resultado bastante
chocante cómo relata Lea su experiencia. Primero porque el hecho en sí mismo de
hablar de la muerte, no de la muerte de un personaje de novela, sino de la
muerte de alguien real, de alguien cercano, es algo como muy tabú. Segundo,
porque la naturalidad con la que cuenta las cosas, desde la acción más
cotidiana hasta el sentimiento más profundo resulta, cuando menos, sorprendente
por inusual.
Pero sucede que no leí este
libro hace un año, sino que lo he hecho a lo largo de la última semana, y para
entonces la muerte había cambiado ya mi concepción de la vida.
Hace 137 días murió mi hermano.
Una enfermedad devastadora se lo llevó en un puñado de meses y desde entonces la
muerte se ha colado en un bolsillo de mi chaqueta. Cuando la miro a los ojos
ella me hace un guiño, aunque la mayor parte del tiempo procuro olvidarme de
que está ahí y me limito a tenerla vigilada, de vez en cuando, por el rabillo
del ojo. Al fin y al cabo tampoco es para tanto. Morirse, digo, como tampoco es
para tanto vivir.
Un
día no conseguirá levantarse del sofá, otro día ya no logrará levantarse de la
cama, irá estando más y más cansado y al fin… un día no tendrá fuerzas para
abrir los ojos.
Esta es una frase del libro.
¡Cuántas cosas en común! La muerte inexorable, temida y esperada, ese apagarse
poco a poco, ese shock de enfrentarse a la idea de una cama articulada, que en
mi caso fue silla de ruedas, esa preocupación mundana, pero necesaria, por el impertinente
papeleo que siempre sucede a la muerte. Y esos sentimientos y pensamientos de
los que nunca hablamos pero que Lea escribe sacudiéndose el pudor. Una lección
de vida; una lección de muerte.
Cuando leo una novela, me traslado
a otros mundos, a otras épocas, a otras vidas… Con cada página de El jardín de
la memoria, sin embargo, me he sentido en casa, haciendo un viaje interior a lo
más recóndito de mis entrañas, guiado por una cicerone de lujo, con el doloroso
placer de compartir intimidades tan profundas con alguien a quien ni siquiera conozco
en carne mortal.
No soy bueno escribiendo reseñas,
y esta me ha quedado especialmente fatal, deslavazada y anárquica, y ni
siquiera he hablado de la novela. A quien le interese, que lea otras críticas, que hay muchas y muy buenas por ahí. La recomiendo vivamente a todo
el mundo, pero yo me quedo con el sentimiento que, en mi caso, ha eclipsado lo
literario, que también lo hay, y muy bueno, por cierto.
Empecé a leer este libro con grandes
expectativas. Pensaba que sería como montar en un avión a reacción y me he
visto a bordo del Enterprise surcando galaxias y atravesado agujeros de gusano.
Gracias, Lea.
Sinopsis:
Fue un otoño extraordinario. El
otoño en el que tú me enseñaste a vivir y yo te enseñé a morir. Durante la
última aventura, filosofamos, investigamos, leímos las viejas cartas de tu
hermano Stephen. Las cartas que relatan una época y un pasado familiar. Gracias
a una antigua foto en un sobre con matasellos de Sheffield, encontré respuesta
a la dudosa paternidad de Gill. Me encanta hacer de detective. Las cosas de
Stephen siguen en la buhardilla, metidas en sus cajas de bombones y a veces las
saco y releo una poesía del cuaderno infantil. Allí, en la Inglaterra de 1957,
estaban las respuestas y mientras yo escribía este Jardín transcribiendo cartas
amarillas por el tiempo, tú lograste perdonar. Pienso en la sonrisa del otro
protagonista de este relato: Francesc Boix. Te fascinó la vida del republicano
español, testigo de Nuremberg, fotógrafo de guerra. Yo te contaba sus hazañas, que
están en esta novela y que no sé si es novela porque todo lo que se cuenta en
ella sucedió de verdad.
Ese verano volvimos a Malmesbury.
Tenías razón. No existe un lugar con más encanto en Inglaterra. Los niños se
disfrazaron de caballeros y cruzaron aceros de plástico en los jardines de la
abadía. Hicimos un pic-nic. Entre saltos, tumbas de piedra, juegos y merienda,
esparcimos tus cenizas bajo un roble centenario. Entro de nuevo en este otro
jardín, El jardín de la memoria, ojeo sus páginas, riego con cuidado el primer
beso que nos dimos y ese último que a veces es como el primero de un nuevo
cariño real, invisible. Ahora estás hecho de un aire que empuja con constancia mi
columpio. Subo y bajo, y veo más allá de los campos y de los tejados,
entendiendo cómo hay que vivir. Tres años después de aquel otoño
extraordinario, me siento plena, sabiendo que ganamos y que había que contarlo.
Para demostrar lo que digo, aquí está nuestra historia.
Lea Vélez:
Nació en Madrid en 1970 al cobijo
de una familia fanática de la literatura. Tras estudiar Periodismo en la
Complutense, se dio cuenta de que además de observar, analizar y escribir, le
apasionaba el cine. Por eso decidió convertirse en guionista de ficción. Su
tercera pasión es y ha sido siempre la música. Hoy, las teclas de su ordenador
cargan ya con más de seiscientas horas de ficción televisiva. En 2004 se editó
su primera novela, El desván (Plaza y Janés), escrita en colaboración con
Susana Prieto, de la que se publicaron seis ediciones. En 2006 repitió la experiencia
de escribir a cuatro manos con su segunda novela, La esfera de Ababol
(Planeta). En 2008 escribió, también con Susana Prieto, la obra teatral Tiza,
divertida sátira sobre la educación, que fue galardonada con el premio de
Teatro Agustín González. En mayo de 2014 publica, ya en solitario, La cirujana
de Palma (Ediciones B). Lea Vélez tiene fuertes lazos con Inglaterra y pasa
largas temporadas en la ciudad de Brighton, donde encuentra inspiración junto
al mar y buenos amigos con los que tocar música en directo. El jardín de la
memoria es un emocionante testimonio de amor, por puro amor. Un canto a la vida
y a la libertad.
Fuente: www.galaxiagutenberg.com
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