sábado, 26 de noviembre de 2016

Hasta nunca, comandante.



Una persona que tiene el carisma, el valor y la generosidad de entregar su vida a una revolución destinada a liberar a un pueblo de un régimen injusto, merece un lugar de honor en la historia. Es alguien grande.

Cuando ese alguien, tras la revolución, se agarra al poder como una garrapata, y no duda en encarcelar, torturar y asesinar a todos aquellos que pretendan ponerlo en duda, el valor se vuelve cobardía, la generosidad mezquindad y la grandeza miseria.

Yo, que amo la libertad, nunca he sido capaz de encontrar ninguna diferencia entre dictadores rojos o azules, de derechas o de izquierdas, de arriba o de abajo. Ni siquiera entre cualquiera de esos y los dictadores de en medio. Todos son dictadores. Todos son el antídoto de la libertad. Todos adoran el consenso, ese consenso que se consigue eliminando a los disidentes.

Yo, que amo la libertad, nunca he entendido por qué personas que se dicen demócratas sienten la necesidad de justificar a dictadores “de su color”. No me vale que fulanito promoviera una sanidad admirable, ni que menganito inaugurara unos pantanos cojonudos, ni que zutanito impulsara el deporte de competición como nunca se había hecho. ¿Acaso puede nada de eso justificar una sola muerte? ¿Acaso puede justificar miles de ellas? ¿Acaso puede justificar la conculcación de la libertad de millones de personas?

Hoy he oído hablar bastante de las famosas partidas de dominó entre Fraga y Castro. Un bonito paradigma de eso que algunos dicen de que los extremos se tocan. Fraga y Castro, tan distintos y, en el fondo, tan lo mismo: dos amantes de la opresión, enemigos de la libertad del prójimo.

Hasta nunca comandante.

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